Carnavalada democrática: desolación de una quimera
Los estandartes son verdes. Pero no verdea la Plaza Mayor. Dice el pregón que el carnaval intenta que se aleje la santa Cuaresma. Pero la Cuaresma está ya ahí, chaparreando sobre los paraguas y humedeciendo al punto los inexpertos maquillajes abigarrados. Baila la tribu mora encima de los charcos y proclama su fe en el espejismo: «¡Qué demasiao! / ¡Qué demasiao! / ¡Que todos los moros / nos hemos juntao!» Lucen sables de risa. Rodean a una niña vestida de manola, guapísima y serena, pronto sobrecogida ante tales guerreros de curvas cimatarras y extraños tatuajes en sus breves barbillas.
Un mendigo se abisma en los acordes que prodiga, con tiento y a cubierto, la Charanga de la doctora: «A la Mari Tere / la ha pillao el toro. / Le ha metío el cuerno / por el chirimbolo ... » Se juega al corro. Se deshacen turbantes. Se mata el gusanillo con la bota. Y hay un brincar triunfante bajo el cielo plomizo: «¡Que toquen! ¡Que toquen! ¡Que toquen! » Se toca lo que se puede: pasodobles, pasacalles, jotas. Y andan gordos canutos de mano en mano, mientras los comerciantes enmascaran lo hostil, allá en los salpicados soportales, con una mueca seca de vigilancia consecuente. Gritos de los prosélitos: «¡Que se enrolle la basca!» Pero, más que enrollarse, la serpiente del loco febrero va y se muerde la cola libre, quiere marcha y jarana a toda costa, danza al son de la raspa. Y cuando se da cuenta de que allí hay poco que rascar se marcha con la música, los estandartes y los paraguas a otra segunda parte.El paraíso prometido se encuentra en Las Vistillas. Bebidas, churros y patatas fritas aguardan la llegada de la tribu. Y de nuevo, los charcos. Y alguna serpentina desteñida. En los bares de las cercanías, el personal, ajeno a ese desfile voluntarioso y apagado, juega tranquilamente al dominó, bebe cerveza y echa miradas apacibles a la tele. Ismael, cuarenta años, obrero en una fábrica de refrescos, comenta: «A mí que me dejen de gaitas. ¡Pues está buena la noche como para andar haciendo el payaso! Además, eso de los carnavales ya no le importa ni a María Santísima. Oye, si tú quieres divertirte, te metes en una discoteca, ligas lo que se ponga a mano y a vivir... Ni tienes que tropezarte con toda la familia, ni con los vecinos, ni con gentuza que se cree todo permitido. Yo lo que pienso es que esto va a ser un fracaso de padre y muy señor mío. Porque las cosas no están nada buenas como para, de la noche a la mañana, izas!, olvidarse de todo y salir a la calle en plan cencerro. Si es que no hay cabeza... Ahora, por mí, que cada quisque haga lo que le salga de las narices. Pero yo me quedo aquí sentado, juego mi partidita, me bebo unas cañas, echo un parlao con los amiguetes y luego al catre, que mañana es fiesta.» La fiesta es perseguida, empero, por los que ya descienden, entre abrazos paródicos, al foco iluminado de Las Vistillas.
Un arlequín toca la flauta. Una moza enlutada le da candela al bombo. Saltan y saltan los moros esmaltados de lunares de blanco de España. Se arma un buen remolino en torno a una botella: «¡Una mano! ¡Una mano! » No faltan manos caritativas, aunque la mano colectiva brille por su ausencia. ¿De dónde salen estos guerreros moros sin antifaz? Pilar, estudiante en la Autónoma, cuenta de punta en blanco: «Bueno, yo vengo a esto libremente y, por tanto, juego a tope, ¿no? Pero no hay que engañarse. La historieta está montada de todas piezas. Como verás, la basca es reducidita y, para colmo, toda procede del mismo sitio. Todos van de moros. ¿Por qué? Pues porque los de psicología se lo han propuesto. Y han venido en manada. Ahora bien, que después no nos vengáis con que si los carnavales de la democracia han devuelto la alegría al pueblo de Madrid y pamemas por el estilo, que sí, que os conozco. Aquí, de pueblo, nada. Estamos putos universitarios, cuatro mirones, dos o tres niños y para de contar. Yo no voy a ponerme ahora a decir que si la culpa es del franquismo, de UCD o del Tierno. Me importa un rábano conocer las causas. Lo amuermante, para que os enteréis, es que somos cuatro gatos y, mientras tanto, el personal estará en su casita calentando los huevos del nido de Robin.» Un joven, disfrazado de miliciano, tercia al final: «¡Así se habla, chorba!» Lleva en el pecho una redonda pegatina de la CNT: «No fastidies, tío. Yo no milito en nada. ¿Y qué te voy a contar?» Otro interviene: «Yo te puedo contar que esto es caca.» Un moro acecha: «¿Y a mí no me preguntas, racistilla? Pues eso, venimos en plan de moros y cristianos. Claro, claro... Lo que pasa es que los cristianos son más difíciles de reconocer.»
Aquí están. Disfrazados de moros. Como si ir en España de moro (o de lo que aquí se piensa tal) precisara disfraz. Se saben pocos y gritan mucho. En cuanto se dirigen a otro tiznado rostro conocido confiesan su completo desencanto. Y eso que en Las Vistillas, por lo menos, sopla un viento la mar de solazoso. Pero en la plaza del Dos de Mayo hay que esperar hasta mañana, y un grupo de irredentos despistados preguntan con angustia que dónde está el ansiado mogollón. Seguimos a la búsqueda del paraíso por montes y laderas de Vallecas: el silencio es total. De vuelta al centro de Madrid, un tipo disfrazado de marino le está diciendo a un guardia urbano: «Yo no quiero faltarle, pero mire, a mí con esto de los carnavales me han dado ganas de llorar. » A lo lejos se escucha el alarido de la tribu: « ¡Qué demasiao! / ¡Qué demasiao! / ¡Que todos los moros / nos hemos juntao!» La Cuaresma, carnavalescamente, se ha enmascarado aquí con los rigores sanos del Ramadán.
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