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Reflexiones de un envidioso

Todo indica que, para resultar interesante hoy, un artículo debe tratar del peligro universal, de los focos de incendio que ofrecen Irán, Afganistán y otros menos visibles, pero igualmente peligrosos. Se trataría de predecir o negar posibilidades de una tercera guerra mundial. Esta sí que sería, y en serio, la der de der, que es una irónica fórmula parisiense para pedir otra ronda de rouge en las innumerables barras que alegran o distraen a los bebedores de una ciudad donde llueve día tras día.Pero dejemos el tema a los numerosos expertos en asuntos militares que suelen contradecirse y equivocarse. Me limito a señalar una desdicha familiar. Mi nieto (es fácil apartar a los niños, con nocturnidad y escándalo, de los programas para dieciocho años que ofrece la televisión; pero nos olvidamos de impedirles escuchar los informativos que enumeran las desdichas del mundo), mi nieto parece abrazar la línea Marchais; días atrás me dijo, compungido, refiriéndose a los rusos:

- Si no les dan coca-cola, ¿qué van a tomar, pobrecitos?

Me abstuve de pronunciar la palabra vodka y -mucho más- la última del admirable El coronel no tiene quién le escriba, de Gabo o García Márquez.

De modo que abandono el problema y sólo repito, como el poeta: «Un gran vuelo de cuervos mancha el azul celeste.»

Yo, zapatero, vuelvo a mis zapatos y me hundo placentero en el no menos confuso universo de las letras.

He leído en los periódicos abundantes y doloridas quejas de editores y libreros. En España se compran muy pocos libros; y me consta que lo mismo sucede en otros países europeos y en Estados Unidos. No hablemos de los países hispanoamericanos, donde, a veces, no existe una sola editorial digna de tal nombre.

Se culpa a los tebeos (que también devoran personas de la segunda edad), a la televisión, que embruja y libera de esfuerzo mental a los espectadores.

Pero, al parecer, las cosas pueden cambiar. Por lo menos, en Gran Bretaña; pero ya es un principio. Presentemos, primero, como corresponde, al autor del libro que desde hace mucho tiempo encabeza la lista de best-sellers en su país. Se llama Kit Williams; es delgado a fuerza de hambre; dejó los estudios a los quince años, sin honores, y a raíz de una discusión con su profesor de dibujo se alistó en la marina, donde adquirió algunos conocimientos de matemáticas y se autocondecoró con varios tatuajes: preferentemente, dragones y serpientes. Luego vino el clásico recorrido por tareas ingratas que le permitían seguir vivo. Entre una y otra, el envidiable Williams se dedicó al dibujo y a la pintura. Su obra podría compararse a la del aduanero Rousseau; era naif y sobrecargada de símbolos que sólo él entiende. Tiene el buen gusto de afirmar que no trae ningún mensaje, manifestación que nos inclina a creer en su talento.

Su libro, el que motiva esta nota, se titula Mascarada, palabra que me trae recuerdos agridulces. Se trata, según sabemos, de un cuento infantil ilustrado y que narra los amores de la luna y el sol. Una liebre hace de simpática celestina. Para escribir Mascarada, Kit Williams se encerró en una carpa y trabajó diez horas diarias, en semanas de siete días, durante tres años.

Hermoso ejemplo para los jóvenes literatos que me piden opinión sobre novelas inmaduras y escritas durante el tiempo que duran las vacaciones.

Pero el caso Kit Williams no es exclusivamente literario. Entre las numerosas tareas que tuvo que enfrentar en los años de anonimato y pobreza se cuenta la de aprendiz de joyero. Y es imposible olvidar la presencia decisiva de los editores, Jonathan Cape Ltd. Estos ayudaron a Williams a conseguir las libras necesarias para armar un pendiente de oro, dieciocho kilates, con rubíes y otras piedras preciosas engarzadas.

Su valor es de 10.000 dólares, y está enterrado en «algún lugar de Gran Bretaña». Y en el libro Mascarada está la clave. El autor lo revela por medio de adivinanzas hechas por palabras y dibujos. Hay que comprar el libro, resolver el enigma y hacerse de la joya. Tanto Williams como sus editores avalan la veracidad del tesoro escondido. Y a esta altura, cientos de miles de buscadores de oro (la onza ya pasó la barrera de los ochocientos dólares) se han desparramado por las brumas de Gran Bretaña, seguros de haber descubierto el misterio, y, como suele acontecer, han regresado con las manos vacías, al abrigo del sweet home. Pero es indudable que persistirán en el gold rush, una vez corregidos los pequeños errores que impusieron los fracasos.

Williams y editores estiman que transcurrirá un mínimo de veinte años antes de que la joya salga a la luz. Y, entre tanto, Mascarada continuará vendiéndose y llenará las librerías con una edición tras otras.

No sugiero que nuestras editoriales sigan ese ejemplo deslumbrador. Tal vez el problema económico que las está corroyendo pueda solucionarse con la publicación de buenos libros a precios asequibles y que los concursos literarios, todos ellos, tengan la deseable limpidez para ser, todos ellos, dignos de las esperanzas que engendran y de la abundancia y generosidad con las cuales se distribuyen en España.

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