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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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En defensa del movimiento olímpico

Se oye desde hace tiempo que los Juegos Olímpicos caminan hacia su autodestrucción. El gigantismo y la megalomanía a los que la servidumbre impuesta por los intereses económicos ha conducido, por un lado, y la politización a la que han estado sometidos en las últimas décadas, por otro, han llevado a que las calderas olímpicas estén a punto de reventar. La mala suerte ha agravado en nuestros días el problema. La coincidencia de la escalada de la tensión internacional a raíz básicamente de la entrada de las tropas soviéticas en Afganistán con el año olímpico y, sobre todo, con la celebración de la Olimpiada-80 en Moscú promete ser fatal para el olimpismo. El peor peligro que podía temerse se abate sobre el fenómeno ideado por el barón de Coubertin: el trasladó de la lucha política a sus entrañas en términos absolutos.Mucha es la tentación y potente el instrumento de presión política al que, dada la situación internacional, había que renunciar. El presidente norteamericano James Carter no la ha resistido. El 4 de enero último anunció por primera vez su postura favorable al boicot de los Juegos de Moscú. A partir de ahí un caudaloso río de opiniones se ha sucedido. Desde la británica, entusiasta de la propuesta, hasta la francesa, que ha aceptado acudir al encuentro de julio hace sólo unos días.

Pero ¿qué implica en realidad la acción encabezada por el. primer mandatario norteamericano? En pocas palabras, el sometimiento absoluto y sin paliativos del espíritu olímpico a la política y sus conveniencias; la pérdida de toda entidad propia de los valores olímpicos frente a los políticos. Interesa, sin embargo, no llamarse a engaño: la decisión de no acudir a los Juegos es eminentemente política, en estrecha dependencia de los intereses nacionales de cada país; su ejecución lo es también, ya que, aunque los sujetos de la actividad olímpica sean los comités nacionales, éstos en decisiones de tal naturaleza son fieles cumplidores de las instrucciones que les dicten sus respectivos Gobiernos. El reciente acuerdo del Comité norteamericano de no participar, después de algunas reticencias iniciales, en la Olimpiada-80 es un claro exponente de lo dicho. Quizá por ello los elementos de juicio que hasta la fecha se están teniendo en cuenta para decidir sobre el problema se reduzcan casi en exclusiva a los de naturaleza estrictamente política.

El peligro que de triunfar la tesis boicoteadora corre el movimiento olímpico es enorme. La próxima Olimpiada -la de 1984- está proyectado que se celebre en Los Angeles (Estados Unidos); inevitablemente la dialéctica del boicot y el revanchismo se cernirían sobre la cita de dentro de cuatro años, de prosperar hoy. El movimiento olímpico y su espíritu inspirador habrían ardido definitivamente. Pierre Fredi, barón de Courbertin, creador e impulsor del moderno espíritu olímpico, lo caracterizaba as!: «El ideal olímpico busca ofrecer a la juventud del mundo entero una formación física y moral lo más completa posible, crear en ella un espíritu universalista, procurarle el medio de confraternizar, de hermanarse al profesar un mismo ideal sin distinción de razas, de tendencias políticas, de creencias religiosas»; en otras palabras, contribuir a la generalización de la educación física y del deporte, fomentar la fraternidad entre los hombres sin distinción de razas, color, religión ni ideología y, por fin, facilitar a un mundo desgarrado por disputas un paréntesis de paz y concordia. ¿No merecen estos valores su defensa frente al exclusivismo político, para que mantengan su trayectoria, cercana a este, pero con sustantividad propia? ¿Tan sobrados estamos de estos focos de entendimiento para echar por la borda algo tan valioso como el olimpismo en toda su dimensión?

Sin embargo, que no se nos tache de ingenuidad.. Conocemos las lacras que laceran el espíritu olímpico. El gigantismo, la politización, la superexplotación económica, la profesionalización extremada y la obsesión por la marca son, entre otras muchas, grandes bofetadas a lo que debería ser el olimpismo correctamente entendido. Pero el enfermo no está desahuciado; que nadie se ampare en ello para dejarle morir. Lo que se debe hacer es devolverle a su verdadero camino; en ningún caso matarle, como puede ocurrir de generalizarse el boicot. Si lo que en verdad se desea es evitar que el éxito de los Juegos de Moscú, para lo que es imprescindible la presencia de los atletas occidentales, contribuya a legitimar a un régimen político capaz de ejecutar las acciones protagonizadas recientemente por el Kremlin tanto dentro de sus fronteras como en el exterior, aprovéchese la ocasión para poner en marcha medidas de protesta que, sin evitar la reunión moscovita, inicien la renovación olímpica en pos de un decrecimiento de la politización que actualmente atenaza al movimiento que personifica Coubertin. Mas, aun con todo ello, acúdase al encuentro cuatrienial. En esta línea nos parece muy acertada la propuesta del secretario general de. Deportes de Dinamarca, Emmanuel Rose, la cual, situada en la línea del grupo francófono, defiende que sus atletas participen en los Juegos, pero que no tomen parte en las ceremonias de apertura y clausura, recomendación que sería aconsejable extender a cualquier acontecimiento que pudiera revestir matiz político. Con esto, en definitiva, se harían compatibles la defensa de lo olímpico con la protesta ante los hechos recientemente desarrollados por la Unión Soviética.

España todavía no ha manifestado su postura oficial. Recientemente, el portavoz del Gobierno, señor Meliá, afirmaba que la decisión final de la asistencia española a Moscú dependía del Comité Olímpico Español y justificaba esta actitud en que el acontecimiento en cuestión era estrictamente deportivo. Al margen de otras consideraciones que pudieran merecer estas palabras, de manifestar la auténtica opinión gubernamental, nuestro país se situaría en la línea de defensa del olimpismo que propugnamos. Sólo falta que las buenas intenciones se plasmen en la realidad, cosa de la que dudamos, dadas las enormes presiones internacionales que, en su caso, presumimos que se opondrían a ello. Esta postura, no obstante, revistiría especial valor para nosotros de cara a la Copa Mundial de Fútbol, a celebrarse en 1982 en España, para cuya suerte no sería nada saludable la adhesión de nuestro país a las tesis del boicot.

Luis María Cazorla Prieto es letrado de las Cortes Generales y abogado del Estado. Autor del libro Deporte y Estado.

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