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Tribuna:SPLEEN DE MADRID
Tribuna
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El hombre nuclear

Anda por ahí un disco/denuncia contra la cosa nuclear. Pero nucleares ya somos todos. Estamos nuclearizados. En uno de los últimos escritos de Ernst Bloch, el filósofo plantea muy claro cómo la utopía, más que en el futuro se encuentra a veces en el pasado. Del mismo modo. pienso yo, el terror nuclear, el síndrome de China y otros síndromes, que hemos situado en un Apocalypse Non, inmediato, pero distanciado por discos pop y editoriales de periódico, está ya realmente aquí. El fin del mundo somos nosotros.De momento se sabe que el electrón Beta (gamma) puede vivir ocho días en el tiroides, destruyendo y degenerando el tejido humano, el barro de la

alfarería bíblica. Y a cualquiera que se le registre un poco en una clínica se le encuentran electrones Beta, e incluso otros de mejores familias, en el organismo, como cuando nos registran en la aduana y salen entradas de cine viejas y calderilla extranjera que no sospechábamos llevar con nosotros. La sociedad posindustrial es contaminante, desde las chimeneas a la ternera envenenada que nos comemos en el restaurante, de modo que no somos otra cosa que supervivientes que tintinean el hielo en el whisky esperando la explosión de la bomba nuclear y el neutrón moral. Pero la bomba de neutrones ha estallado ya:

-¿Y usted por qué siempre tan pálido, Umbral? ¿Es que no liga bronce en Baqueira?

-Verá usted, marquesa, a mí me basta con el azufre/35 que llevamos todos en la piel. Para qué mezclarlo con bronce. Los venenos los prefiero solos.

Durante los 87 días que esta radiación puede vivir activamente en mi piel soy un condenado a muerte que a lo mejor se salva y, en todo caso, durante casi tres meses pueden escribirse aún muchos artículos. Sé que soy el hombre nuclear (otros no lo saben: casi nadie, o prefieren ignorarlo). y que en mi saludable e inocente hígado, que nunca he puesto en salazón mediante el alpiste, ya que no soy dado a la priva, o sea que no bebo se aloja el Cobalto-60, Beta (gamma) durante cinco años. Lentas deflagraciones que nos van convirtiendo en polvo, mas polvo enamorado. Los músculos de mis piernas, que los tengo duros de haber subido millones de escaleras en la infancia y adolescencia, repartiendo la estúpida correspondencia incoherente de un Banco. podrían haberme llevado a lo alto del Galibier como a Babamontes, mas por ellos transita el Potasio-42 y el Cesio- 137, que durante treinta años (más de los que me quedan de vida) me roerán y raerán, incluso cuando sea ya derribada estatua, como un metal antiguo comido en vivo por la herrumbre. En cuanto a mis huesos, que calcificaron bien en la posguerra, gracias a que me comía las tizas del colegio para coger estatura, hoy están bordados por el radio, el zinc, el estroncio-90, a más de los delicados y tirios, prometeos, barios, torios, alfas, fósforos y carbonos que hacen en mí su dibujo de la muerte, como en un poema de Guillermo Carnero. Alguno de estos venenos va a vivir en mí 5.600 años. La muerte, el Pentágono y el Kremlin se ve que han tomado algunas precauciones contra mi posible resurrección al tercer año, glosada o no por el colega Vizcaíno.

Mis pulmones, «esos abetos de maceta», que se salvaron de la tuberculosis generacional gracias al Niño Jesús de Praga y los huevos de estraperlo, se decoran hoy de radón, uranio, plutonio y cripton, venenos mucho más obstinados que el casi franciscano bacilo de Koch. El uranio está dispuesto a subsistir en mí (y en ustedes) durante 162.000 años. La tuberculosis se despachaba en seis meses y se curaba con jamón o con cementerio, según las familias. Los rockeros antinucleares pierden el tiempo. La bomba nuclear la llevamos dentro ya. Es nuestro ángel de la guarda negro, inverso y generacional. Casi un amigo.

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