Recital de Labordeta rogativas en un circo romano
Es muy posible que José Antonio Labordeta sepa que hay canciones torpes con las que el personal, ya convencido de antemano, galopa y gesticula; al igual que hay canciones ágiles con las que nadie se menea y ni maldita falta que hace. Es muy posible que José Antonio Labordeta sepa también que es propio de un buen cantante conmover no con canciones conmovedoras, sino mediante aquellas que, a pesar de su inocente aspecto, conmueven hondamente. Es muy posible, en Fin, que José Antonio Labordeta sepa que el paso del ayer al hoy sólo es posible si la nostalgia es abolida. Pero acaso saber no es poder.Y ahí está, sobre el escenario del Alcalá Palace, prontamente agitando, tal vez a pesar suyo, a un joven y abundante público que es sensible a esa voz de eco sombrío donde anidan la niebla, el sol y el viento de Aragón. Entremezcladas con temas musicales aragoneses, Labordeta despliega sus más conmovedoras canciones de ayer: Rosa-rosae, La vieja, Las coplas de santa Orosia, Las meditaciones de Severino el Sordo, Regresaré a la casa... Un aire muy nostálgico circula por la sala: «En 1970, en Huesca, la censura no me dejó cantar La vieja por considerar que era una canción demasiado triste.» De toda esta primera parte evocativa, adobada con chistes y anécdotas, solamente una canción se impuso como alarido lírico de enorme fuerza: El poeta. El cantante habla en ella de su hermano Miguel, «poeta inexistente aracias a José María Castellet». y su hablar se resuelve de un tirón, con esa intensidad que sólo tienen los sentimientos incontrolables.
El resto fue ironía (y Labordeta no es Brassens), pinceladas telúricas (y Labordeta no es Gorki), sensiblería (y Labordeta no es Serrat) envuelta en el papel de estraza del batiburrillo regional o nacional. El público, en cambio, gozó a tope. Sí, carcajeándose, aplaudiendo, gritando, desplegando banderas aragonesas. Labordeta, en su papel elementalote de baturro simpático, tiene garra a raudales: «El hecho de que acudáis tantos a escucharme demuestra que algo funciona.» Lo esencial sería ir descubriendo en qué consiste ese algo. ¿Agradecimiento a los servicios prestados? ¿Inercia? ¿Terror a descubrirse mediocres ante un espejo que no admite excusas? El propio Labordeta acaso sepa y pueda responder.
La segunda parte le sirvió al cantante para introducirnos en la atmósfera de su último disco: Cantata para un país. Ha utilizado aquí «melodías populares sacadas de cancioneros o escuchadas de propia voz a gentes que ahora ya no existen. Y he desarrollado cuatro partes diferentes: la desertización; la especulación local y foránea; la lucha y el utópico regreso, y lá Rogativa final hacia los santos de la tierra, esperando su intercesión para sacar la cabeza a flote de tanto ahogo cotidiano».
El público se desahogó. Porque ilay de todo en estas nuevas canciones; incluso, demasiado. Demasiado creerse que unas gotas de escarnio van a librar a la canc ión testimonial de su actual callejón sin salida. Da cierta pena observar cómo Labordeta, que parece no tener ni un pelo de tonto, inyecta en el hermoso folklore aragonés las obviedades pachangueras, los cebos patrioteros, un poema a lo Gabriel y Galán -con vidrios machadianos-, rogativas tontuelas: «Y a san Lorenzo el tostado, / encima del tostador, / que nos guarde de romanos / de Madrid o Nueva York.» Los espectadores del madrileño circo romano se pusieron en pie, las manos enlazadas en la altura, coreando con frenesí el canto a la libertad: «Habrá un día en que todos ... »
Habrá, tal vez, un día en que nuestra Insistente pasión por la parodia involuntaria, recordadora de viejas galas en el Olympia de París, se borrará del mapa de nuestras mentes sin estatuto. En el Olympia, al menos, se pedía un minuto de silencio por las víctimas del franquismo. Labordeta, anclado a ese pasado y aun a riesgo de aparecer en la primera página de El Alcázar, pudo acordarse ayer de los guardias civiles asesinados esa misma mañana. Hubiera conocido al instante la otra cara del circo.
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