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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El mal consenso

HAY ALGO todavía peor que las famosas mayorías mecánicas, o, en lenguaje menos impreciso, las mayorías con mínimo margen, mediante las que UCD, con la ayuda de los votos de Coalición Democrática o de las minorías nacionalistas, vasca, catalana o andaluza, logró la investidura o la aprobación de determinadas leyes en contra de la voluntad del resto del Congreso. Al fin y al cabo, la «superioridad aritmética» es un procedimiento de legislar y gobernar que a nadie engaña y que no se presta a confusiones o equívocos. Y ese sistema peor es el mal consenso, que se produce cuando los acuerdos del Gobierno con el principal grupo parlamentario de la oposición sacrifican posiciones de principio e inmolan a hombres también de principios en aras de la componenda y del prorrateo de influencias.Así ha ocurrido, parcialmente, con el pacto entre UCD y PSOE para designar a diez magistrados -dos por el Gobierno, cuatro por el Congreso y cuatro por el Senado- del Tribunal Constitucional. Y decimos parcialmente porque ese mal consenso se refleja no tanto de manera positiva en el nombramiento de los vocales del alto Tribunal, como, de forma negativa, en la marginación de otros grupos para formarlo, en el olvido de las voces que deberían haber representado a significativos sectores minoritarios en su seno y en la defenestración de candidatos cuya independencia era contemplada con recelo por las dos principales fuerzas políticas del país.

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Porque el elogio de algunos, o de casi todos, los magistrados elegidos para el Tribunal Constitucional no puede hacer olvidar ni las discriminaciones ni las ausencias en la formación de ese elevado órgano. Es cierto que Manuel García Pelayo, oficial en el ejército republicano durante la guerra civil y emigrado forzoso a Puerto Rico y a Venezuela a comienzos de la década de los cincuenta, ante la imposibilidad de acceder a la vida universitaria, fue el silenciado maestro de buena parte de los profesores españoles de derecho constitucional de la posguerra, y que Francisco Rubio Llorente, letrado de las Cortes y profesor universitario, es un cualificado experto en jurisprudencia constitucional. La hacendista y economista Gloria Begué, el administrativista y procesalista Arozamena, el historiador del Derecho Tomás y Valiente, el civilista Díez Pícazo, el internacionalista Diez de Velasco, el administrativista Gómez Ferrer y el catedrático de derecho romano y veterano opositor al franquismo Angel Latorre son, igualmente, juristas de reconocida competencia en sus respectivos campos y personas de probada honestidad. Nadie duda tampoco de que Aurelio Menéndez sea un reputado especialista en derecho mercantil y un hombre de buena ejecutoria como catedrático de esa asignatura, pero nadie puede olvidar, a la vez, que ha sido ministro de Educación con el presidente Suárez y que su inclusión en la relación de los diez hombres justos lleva la guinda añadida de que es el presidente in pectore del Tribunal Constitucional. Que un ex ministro vinculado, políticamente a UCD y al Gobierno. y un profesor especializado en materias tan remotamente relacionadas con el control de la legalidad constitucional como el derecho mercantil sea el voceado presidente del alto Tribunal es, evidentemente, el fruto de un mal consenso.

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Y ese acuerdo huele tanto más a chamusquina cuanto que la candidatura de Aurelio Menéndez, el interlocutor telefónico ideal para el señor Suárez, fue improvisada, aprisa y corriendo, para encontrar una alternativa al gran vetado de la lista consensuada: Antonio Hernández Gil, prestigioso civilista, presidente de las Cortes durante la etapa constituyente y culpable de los nefandos pecados de haberse tomado su cargo demasiado en serio y de haberse negado a servir de correa de transmisión de la voluntad del presidente del Gobierno o de los portavoces de UCD en el Congreso y el Senado. En estos asuntos, tan responsable es quien impone su capricho como quien acepta la arbitrariedad; e incluso cabría decir que la cesión de los socialistas es más criticable moralmente de lo que resulta políticamente censurable la prueba de fuerza de los centristas.

La abstención de los diputados comunistas en el Congreso puso de relieve su protesta por haber sido excluidos, no ya de la negociación de la lista, sino incluso de la cortesía de la comunicación por un medio que no fuera la prensa. No terminan de adivinarse las razones por las que UCD y PSOE se esfuerzan en cimentar sus acuerdos, desde luego respetables, en la humillación y mortificación del Grupo parlamentario Comunista, cuya contribución al consenso durante la anterior legislatura le haría acreedor de un mejor trato, sobre todo en las cuestiones que se refieren al desarrollo de una Constitución de la que fueron activos participantes. Pero todavía más grave es que no se haya dado entrada dentro del Tribunal Constitucional a una sola voz que pueda defender, aunque en mínima minoría, las interpretaciones y posiciones de los nacionalistas vascos y catalanes. Nadie puede dudar de que las competencias de las instituciones de autogobierno y la correcta lectura de los estatutos de autonomía van a ser el origen de los más delicados conflictos que el Tribunal Constitucional tenga que dilucidar en el futuro. ¿Tan difícil hubiera sido encontrar una personalidad con prestigio y capacidad suficientes para representar, dentro de ese alto cuerpo, a las comunidades autónomas y explicar sus puntos de vista y sus razones?

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