El eurocomunismo y la "guerra fría"
LA «GUERRA FRÍA« puede empezar, e incluso hay síntomas de que ha comenzado ya dentro de cada país, como reflejo de la creciente tensión entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Si esa tendencia llegara hasta los extremos de sordidez moral y paranoia colectivas de la etapa posterior a 1945 podría convertirse en un factor de división dramático, no sólo del universo político, sino también de la vida cultural, de la convivencia social e, incluso, de las relaciones amistosas y familiares. Pero no es seguro que ese cáncer se extienda, entre otras cosas, porque el recuerdo de la gravedad que el fenómeno tuvo para el mundo occidental puede servir para que todos recapacitemos y tratemos de evitar su reproducción. Por eso resulta difícilmente comprensible que una de las formaciones políticas que puede ser víctima propiciatoria de esa posible «guerra fría» interna se adelante a los acontecimientos y se instale, con un gesto de desafío, en trincheras defensivas preparadas para ese conflicto. Así lo ha hecho el Partido Comunista francés, en contraste con sus camaradas italianos y españoles, al respaldar incondicionalmente y con insólita agresividad la invasión soviética de Afganistán. El movimiento militar soviético se puede, sin duda, seguir desde muchos ángulos y explicar -fuera siempre de toda justificación moral de esa conculcación de los derechos humanos y de los principios de la soberanía nacional- por cuestiones geopolíticas o por la estrategia de la gran potencia soviética. Se puede comparar con otras intervenciones, pasadas o presentes, de su gran rival planetario en Latinoamérica, Oriente Próximo o el sureste asiático. O también se puede atribuir a las divisiones del grupo dirigente del Kremlin.
Ahora bien, hablar, como ha hecho el secretario general del Partido Comunista frances, de «unas fuerzas democráticas que luchan por su independencia» y reclaman la solidaridad a fin de combatir al imperialismo, para justificar y apoyar la invasión soviética, resulta toda una provocación. Sobre todo cuando Marchais sostiene, paralelamente, que la invasión de Checoslovaquia en 1968 fue criticable y que las últimas detenciones y condenas de Praga son igualmente condenables y «nada tienen que ver con el socialismo».
La postura del Partido Comunista francés plantea una difícil situación al eurocomunismo, todavía en estado casi gaseoso, que necesitaba para su credibilidad desarrollos ideológicos más precisos y coherentes y líneas de actuación en el plano nacional e internacional firmemente sostenidas a lo largo del tiempo. El eurocomunismo, o lo que quede de él, puede ser, de esta forma, destruido desde dentro antes incluso de superar la adolescencia. El PC francés ha entrado, desde el otro lado del espejo, en la «guerra fría», y no es imposible que sea una decisión conscientemente adoptada. Marcháis, en el comienzo de una etapa que se anuncia muy difícil para las economías y las sociedades occidentales, con probables incrementos de las tasas de paro y reducciones de los salarios reales y del nivel de vida de los trabajadores, busca quizá una radicalización que le devuelva a un terreno de lucha distinto del optimismo subyacente a los planteamientos eurocomunistas. La apuesta es a la vez anacrónica y peligrosa. Pero también reveladora de lo que puede suceder en otros países occidentales.
Ahora que las democracias comienzan a redescubrir la importancia de los principios morales sobre los que se asientan es imprescindible que cada situación de opresión reciba la condena y la repulsa de todas las fuerzas que se hallan comprometidas con las libertades. Existe ya una tendencia en amplios sectores de la derecha europea a instalarse confortablemente, fiada en la rentabilidad de la operación, en el frente de la «guerra fría». Que en la izquierda un partido comunista tan importante como el francés se mueva en la misma dirección resulta más que preocupante para el contexto de todo el continente.
Y también para la situación española, en la que son definitivamente visibles los intentos de formar una especie de «cordón sanitario» en torno al PCE y donde los éxitos electorales de Cunhal en Portugal, y la nunca desaparecida influencia soviética, pueden fortalecer dentro del Partido Comunista a los adversarios eurocomunistas. Los partidarios de aislar a los comunistas y lanzarlos al ghetto de la vida política y parlamentaria deberían ser conscientes del alcance de esa operación y de la existencia, dentro del PCI, de tendencias hoy quizá débiles, pero que mañana pueden ser fuertes, que ven con apenas oculta simpatía el curso hacia la «guerra fría» internacional y nacional del que la invasión de Afganistán y las declaraciones de Marcháis son otros tantos pasos. El éxito de esa operación de aislamiento y el simétrico endurecimiento comunista, con el ascenso -en algunos aspectos ya visible- dentro de su seno del prosovietismo difícilmente podrían ser considerados como un paso adelante en la consolidación de nuestra democracia.
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