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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Fernando de los Ríos y la universidad andaluza

En estos días conmemoramos el centenario del nacimiento y los treinta de la muerte del que fue durante dos décadas (1911-1930) catedrático de Derecho Político en la Universidad de Granada, Fernando de los Ríos. Su huella, no sólo en la institución académica sino en la sociedad circundante, es aún viva y ejemplar, pese a tanta incomprensión entonces y a tanta represión después. Y esa huella perdurará por mucho tiempo.¿Cuál fue el contexto social en que hubo de actuar Fernando de los Ríos? Para nosotros, hoy, no es fácil valorar plenamente la clase de obstáculos que el mundo universitario y la peculiar estructura social andaluza oponían en aquella época a un «socialista», es decir, al principal perturbador del inerte statu quo.

Por entonces coexistían en Andalucía una aristocracia terrateniente y una cierta oligarquía financiera y comercial, de aparición más reciente, pero no se puede decir que hubiese una burguesía ni, por tanto, una tradición burguesa. Las clases medias se apoyaban en un reducido número de profesionales, comerciantes y funcionarios, generalmente afincados en los centros urbanos y al servicio de las clases propietarias. Al quedar retrasada la región respecto a la creciente industrialización de otras, no surgió en ella una burguesía nueva, que con espíritu modernizante propiciase la difusión de ideas que, en aquellas otras regiones, encontraban desde tiempo atrás un fértil caldo de cultivo. Es decir, lo que había era una reducida clase media tradicional y no propiamente una burguesía. Incluso ésta resultaba aún más reducida que en otras regiones, debido al escaso número de propietarios agrícolas medios que ha sido peculiar en Andalucía, históricamente dividida entre latifundios y minifundios, en sus respectivas zonas occidental y oriental.

Ello producía, por un lado, una clase terrateniente anclada en un espíritu y unos comportamientos (el uso ostentatorio del ocio, por ejemplo), periclitados ya en Europa. Por otro, una masa ingente de campesinos sin tierra, y entre ambas, un pequeño número de comerciantes, funcionarios y profesionales incapaces por sí solos de promover una modernización sobre bases capitalistas, tanto por falta de recursos financieros como del necesario espíritu de empresa. En definitiva, quienes controlaban los recursos en Andalucía no eran los burgueses.

Reaccionarios y radicales

La polarización de la estructura de clases acarreó, inevitablemente, una paralela estructuración de ideologías: frente al reaccionarismo de la clase alta (matizado a veces por un paternalismo benevolente), el radicalismo anarquizante de una importante fracción de la clase trabajadora, que para muchos de sus miembros presentaba a la destrucción total del orden, establecido como única salida a su mísera situación secular. Bien claras se vieron las consecuencias de este enfrentamiento en 1936.

Los pocos burgueses andaluces, mientras, se encontraron divididos en dos bandos: unos, atemorizados por los crecientes movimientos campesinos y obreros y, presionados a la vez por los intereses de la clase alta, llegaron a la conclusión de que su escaso volumen y fuerza les hacía aliados «naturales» de ésta. Otros, poseídos de un espíritu liberal, como Blas Infante y Díaz del Moral, intentaban fomentar la aparición de una conciencia regional común a toda la región y a todas las clases. Unos pocos intelectuales, entre ellos Fernando de los Ríos, ofrecían una alternativa socialista moderada como solución lógica a los problemas del país, acentuados en Andalucía por su particular subdesarrollo.

El hecho es que, a imitación de la actitud elitista peculiar de la clase alta, la mayor parte de la burguesía andaluza se mantuvo a distancia de los estratos sociales «inferiores» y desde la universidad, los ateneos, los «círculos mercantiles» y los colegios profesionales, rara vez se interesó por el rico acervo de tradiciones y actividades populares que constituían el fundamento vital de aquellos estratos. Y no digamos desde los «casinos de labradores» (cuyos socios jamás habían cogido un arado). Con todo lo cual se mantenía la impermeabilidad a cualquier factor, no ya de movilidad, sino incluso de intercomunicación social. La universidad, sobre todo, fue el lugar de reclutamiento casi exclusivo y de autorreproducción de unas clases que, con demasiada frecuencia, no supieron distinguir entre lo popular y lo populachero.

Sólo en función de este peculiar medio ambiente cabe interpretar la persistencia en Andalucía, hasta bien avanzada la segunda mitad del siglo XX, de lo que Francisco Murillo ha denominado una «cultura de acrópolis». Es decir, unos pocos centros de alto nivel intelectual, sobre un mar de ignorancia y analfabetismo, y sin contacto alguno entre ambos, con raras excepciones, como precisamente la de Fernando de los Ríos.

Una tarea hercúlea

Es evidente que los escasos propugnadores de la necesaria modernización andaluza -desde el punto de vista liberal o desde el socialista- encontraron ante si una tarea hercúlea, no sólo por las dificultades que se les oponían, sino también por la poca ayuda que recibieron. Es más, a menudo tampoco les comprendía la clase trabajadora, que les contemplaba -al menos en principio- como agentes de nuevas maniobras de «los de arriba» para reforzar su poder ante las solidaridades nacientes de la clase obrera.

Por otro lado, en el caso de los intelectuales unidos a la causa obrera, como Fernando de los Ríos, resultaba con frecuencia difícil no caer en la demagogia ante la candente y cotidiana presencia de la miseria generalizada. De aquí que sea más de admirar su proverbial moderación cuando en los mitines algún exaltado interrumpía clamando por una revolución sangrienta.

Pero tal moderación -basada en un profundo «sentido humanista del socialismo»- no era estimada como tal en los círculos universitarios ni sociales que «correspondían» a un catedrático. Tradicionalmente, aquella sociedad había asignado a éste el papel de legitimar los saberes de sus hijos para perpetuar su propia reproducción de clase y mantener al par la impermeabilidad de una estructura social inerte. Y aunque Fernando de los Ríos supo siempre separar con delicadeza su función pedagógica de sus convicciones políticas, no se le perdonaba que «traicionase» tal papel, no sólo con doctrinas «perturbadoras» para los trabajadores, sino, aún más, como diputado electo por éstos. Sólo en este contexto se explica la trágica desaparición, en agosto de 1936 de un considerable número de profesores de la Universidad de Granada -entre ellos su sucesor en la cátedra, García Labella- y otros intelectuales, todos bajo la acusación, en suma, de haber «traicionado» los intereses de su clase. O más bien de no haberse sometido a los de la clase que los empleaba.

Los sucesivos expedientes académicos y procesamientos de que es objeto Fernando de los Ríos por su persistente actitud de oposición a la dictadura «corta», son resultado de la coincidencia de intereses entre la oligarquía nacional y la regional. Una y otra vez eleva su voz frente a la arbitrariedad, precisamente, dice, por ser más obligación en «quien consagra su vida por vocación y profesión a exaltar el respeto que se debe al derecho». Y una y otra vez se incoan contra él expedientes y sanciones, que terminarán por apartarle de su cátedra en 1929.

Su lucha contra la dictadura, en cuanto representativa además del absoluto dominio de una clase, se manifiesta, por citar un solo ejemplo, cuando, en 1926, dice así al general Primo de Rivera: «... La conversión de la voluntad individual del gobernante en fuente exclusiva de las obligaciones de los gobernados sólo se puede soportar con vivo dolor... Recabar de todos la observancia de la ley es, sin duda alguna, un deber imperativo del gobernante, más cuando el poder se ejerce en dictadura, ¡cómo invocarla ley, si lo que representa es su negación!»

Han transcurrido cuarenta años desde el exilio del profesor rondeño, y hoy la sociedad española es muy distinta de la que él conoció, siquiera la andaluza no lo sea tanto. Pero la Universidad de Granada tenía la obligación de reconocer públicamente los servicios que -por encima de cualquier ideología- prestó a la región y a ella misma este tenaz luchador frente a la intolerancia y la desigualdad. Y así, el pasado día 6 de diciembre, tuvo lugar un solemne acto de homenaje a su memoria, presidido por el rector y con masiva asistencia de público, acto inicial de una serie que se completará en la próxima primavera. Ojalá el ejemplo de hombres así haga que, al fin, España deje de ser «esta arnarga tierra nuestra», para convertirse en el hogar de tolerancia y libertad que él, hasta sus últimos momentos en su lejano exilio, soñó.

José Cazorla Pérez es catedrático de Derecho Político de la Universidad de Granada.

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