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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Bajo el síndrome del taxi

LA ELEVACION de los precios de los productos energéticos no es, desgraciadamente, un problema que se pueda resolver dentro de las fronteras de un Estado o que quepa inculpar a errores de la política económica de un Gobierno determinado. Se trata de una tendencia de alcance mundial sobre la que operan factores tan diversos como el carácter limitado de las reservas de petróleo y gas natural en todo el planeta, el retraso científico y tecnológico, los elevados costes industriales de las fuentes energéticas alternativas, el crecimiento ininterrumpido del consumo, los conflictos geopolíticos en las áreas productoras de crudos y el mare mágnum del orden monetario internacional.No resulta fácil que las arraigadas expectativas de crecimiento ilimitado y de energía abundante y barata sobre las que descansaron las sociedades industriales hasta los comienzos de la pasada década sean sustituidas con rapidez y de buen grado por otras que hagan suyas las incertidumbres que el futuro encierra, tanto respecto de las posibilidades de incrementar o mantener la riqueza colectiva como acerca del precio y las disponibilidades de los recursos energéticos. Sin embargo. resulta imprescindible que no sólo el Gobierno, sino también todos los centros de poder político y social que ejercen influencia sobre diversos segmentos de la población y capas de opinión, sobrepongan las responsabilidades que dimanan de su posición a las tensiones de la demagogia y del electoralismo y asuman la tarea de explicar al país las drásticas modificaciones que para los hábitos de consumo y la asignación productiva de los recursos implica una crisis energética de alcance mundial y de duración indefinida.

En un comentario editorial publicado hace dos días sobre «Las cuentas del petróleo» señalamos que la repercusión de las alzas internacionales sobre los precios interiores ha sido doblemente alterada por nuestras autoridades económicas, al incrementar la fiscalidad para unos productos y aumentar las subvenciones para otros usos. La huelga de taxis, que ha dejado las calles de la gran mayoría de las ciudades españolas desprovistas de un medio de transporte que se precia de su condición de servicio público, no pretende otra cosa que forzar al Gobierno a extender la política de subvenciones a ese sector. El intervencionismo y el proteccionismo de la Administración en favor del fuel-oil industrial y del butano de uso doméstico, esa interferencia entre temerosa y arbitrista de la política gubernamental contra la racionalidad del mercado y una estructura realista de los precios se ha convertido así en un pésimo efecto de mostración y en una justificación para que otros grupos de intereses exijan el mismo trato de favor y toquen el cielo con las manos para conseguir un trozo del pastel de los beneficios de la excepcionalidad fiscal. Pero esa línea de conducta tiene como principal defecto que puede extenderse hasta el infinito, de forma tal que, llevando las cosas al absurdo, podría suceder que absolutamente todos los consumos energéticos resultaran subvencionados para eludir las alzas de los precios si los grupos o sectores correspondientes tuvieran la suficiente capacidad de presión y el Gobierno la falta de voluntad y de convicción para resistirla.

No se puede decir que las compañías propietarias, los autopatronos y los trabajadores asalariados de los taxis hayan escatimado esfuerzos y hayan ahorrado espectacularidad para hacer presentes sus reivindicaciones. La convergencia de centrales patronales y de centrales sindicales en las mismas actuaciones ha mostrado, por lo demás, el inquietante tono particularista e insolidario que siempre revisten las manifestaciones corporativistas. El colapso circulatorio producido en Madrid el pasado viernes, con el despilfarro de ese carburante cuya subvención se pretende, y la concentración en la plaza de Colón ante las ventanas del señor Abril Martorell no constituyeron precisamente un ejemplo de comportamiento cívico. Los titulares de licencias de taxis, que durante largo tiempo constituyeron un mercado enrarecido de privilegios y favores políticos. forman un oligopolio de oferta que sólo se justifica -si es que se justifica- por el servicio público que prestan al resto de los ciudadanos, difícilmente compatible con los procedimientos puestos en práctica para forzar al Gobierno a concederles el trato de parte más favorecida con cargo a unos fondos presupuestarios que alimentan todos los españoles. Para muchos ciudadanos, la huelga de taxis ha representado tan sólo incomodidades o retrasos, dada la insuficiencia de los transportes colectivos diurnos. Pero quienes no disponen de medios particulares de movilización y hayan tenido que afrontar urgencias clínicas o inaplazables desplazamientos nocturnos se habrán preguntado, con razón, cómo el privilegio inherente a la posesión de una licencia de taxi no lleva aparejadas obligaciones en el mantenimiento de una cobertura mínima de ese servicio público.

A los empresarios de los taxis el Gobierno no les impide repercutir el incremento de los precios de la gasolina, el gas-oil o el butano en sus tarifas. Sin embargo, este sector desea evitar una eventual caída de la demanda, como respuesta a esos precios más elevados, mediante el procedimiento indirecto de que los contribuyentes que no son usuarios de ese medio de transporte subvencionen a los taxistas y a sus clientes para abaratar el precio del carburante y mantener las actuales tarifas. No parece que esa pretensión sea justa, sobre todo cuando el servicio de transportes colectivos, que es el que utiliza la inmensa mayoría de la población con menores recursos económicos, tiene mejor derecho a recibir fondos públicos para mejorar su funcionamiento y extender los trazados y la frecuencia de sus líneas. Tampoco resulta una idea equitativa que los propietarios del amplio parque automovilístico de uso individual resulten discriminados con esa política de apoyo sectorial.

Seguramente otros renglones de la plataforma reivindicativa de los trabajadores de los taxis puedan y deban ser satisfechas por el Gobierno. Pero la adecuación de la oferta a la demanda de servicios en los que interviene el alza de los productos energéticos no puede hacerse a costa de desfigurar los términos de la primera para seguir cubriendo el mismo mercado, sino mediante su realista reducción en función de los precios más elevados. Que una gran ciudad no disponga de taxis es, como se ha demostrado durante este fin de semana, casi una catástrofe. Pero que ese servicio público sea caro y sólo accesible, por tanto, a capas reducidas de la población es la inevitable consecuencia de la crisis energética, que no altera, por lo demás, el hecho básico de que una elevada proporción de los ciudadanos utilizaba exclusivamente los transportes colectivos incluso cuando las tarifas eran más accesibles.

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