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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La capacidad de respuesta de la economía española / y 2

Desde 1977, la espontaneidad ha sido el atributo que ha caracterizado a las transformaciones de fondo de nuestro sistema productivo, y este fenómeno adquiere contenido cuando se estudia la orientación reciente de las inversiones extranjeras en España.Como se pone de manifiesto en el cuadro adjunto, al analizar la evolución de las autorizaciones de inversiones extranjeras mayoritarias en algunos sectores industriales dinámicos, en los dos últimos años, las empresas multinacionales han apostado por el desarrollo industrial español ante las perspectivas de pronta integración de nuestra economía en el modelo económico de Europa occidental.

En este contexto, llama la atención el despegue espectacular de la inversión extranjera en el sector de extracción y transformación de minerales no energéticos (aluminio fundamentalmente) y en la industria química, lo que ilustra del interés extranjero por las inversiones en industrias de nuevos materiales. En el sector del automóvil, la reciente normativa promulgada por el Gobierno, aunque insuficiente, supondrá una configuración del mismo hacia series más largas y, por tanto, potenciará su competitividad exterior. La cuota de atracción de capitales extranjeros en los sectores de tecnología de vanguardia (electrónica, infórmática, material eléctrico y de comunicaciones) permanece a la espera de la futura ordenación legal de los mismos.

Por otra parte, la escalada generalizada en los costes comerciales de intermediación -que afecta a empresas y consumidores- es fiel reflejo de los signos económicos que caracterizan a la crisis mundial. El rápido despegue de las inversiones extranjeras mayoritarias en el sector comercio durante 1978, y en los cinco primeros meses del año pasado, configuran asimismo el creciente grado de complejidad de nuestra economía, en la que paso a paso los intermediarios comerciales y financieros alcanzan un mayor protagonismo.

Finalmente, no conviene soslayar este importante viraje en la orientación de las inversiones extranjeras en España, ya que si bien en 1975 solamente el 36,7% de las inversiones extranjeras mayoritarias se dirigían a los cinco sectores seleccionados en el cuadro adjunto, en 1977 esta participación se elevó al 71,5%, para consolidarse al nivel del 61% durante 1978.

En definitiva, es evidente que la redistribución sectorial de la in versión extranjera mayoritaria tiende a confirmar las nuevas orientaciones productivas de nuestro sistema económico. Las empresas multinacionales se inclinan, cada vez en mayor medida, hacia sectores dinámicos con elevada capacidad de crecimiento y rentabilidad y dedicados a la exportación.

Con la próxima integración económica en la Europa Comunitaria, el nivel de vida español dependerá del dinamismo de nuestra exportación. La integración es un proceso cuya lógica invita a acrecentar la productividad, y de ahí la urgencia inexcusable de reforzar la capacidad competitiva del sector industrial.

Nuestro país tiene que formarse una idea exacta de los problemas que se plantearán a nuestra industria con el ingreso en la Comunidad. Por ello es necesario y urgente examinar cuál es el lugar que se reserva a la industria española en Europa.

Aunque la integración comunitaria originará mejoras de productividad asociadas a una economía más eficiente, España no sólo debe pensar en los automatismos benefactores del proceso de integración. En las últimas décadas se aprecia una situación de constante inestabilidad en el cuadro de la división internacional del trabajo que sigue muy de cerca las pautas que marca el cambio tecnológico. En consecuencia, no sería razonable que el futuro de nuestra industria, de nuestra capacidad exportadora y la evolución de nuestra población ocupada quedasen hipotecados por una integración que «cristalizara» nuestro desequilibrio tecnológico actual: Esto supondría la consolidación de una economía especializada en sectores estancados o al menos de crecimiento tecnológico lento.

En ciertos ambientes europeos subyace aún el convencimiento -por lo demás de profundas raíces totalitarias- de que la Península Ibérica debería cdrivertirse en «despensa y solaz» de una Europa industrializada. Según esto, todos nuestros esfuerzos tendrían que dirigirse exclusivamente a la agricultura y al turismo.

Frente a este criterio surgido en la Alemania nazi, y frente a otros criterios distorsionantes respecto a nuestra realidad en los años ochenta, la economía española tie ne que asegurarse la participación en el proceso industrializador de vanguardia del último cuarto de siglo, y éste debería ser un punto básico para que el programa de in tegración (es decir, la decisión de alcanzar de una forma progresiva la unión aduanera con la CEE) resulte de provecho para nuestro sistema económico.

En la década de los ochenta, el gran reto que debe afrontar la industria española se moverá entre dos ejes superpuestos: el cambio de rumbo de la política industrial ante la crisis generalizada de los sectores básicos y la integración en la CEE. En otras palabras, hay que producir eficazmente en los sectores industriales básicos y aprovechar nuestra capacidad exportadora a través de la ampliación de mercados y la diversificación de productos. Por ello, la elección y la orien tación de las inversiones a realizar plantea no pocos problemas.

La política de inversiones y de empleo debe tener presente que a nuestra economía le interesa alentar ciertas industrias dinámicas que avancen más que el resto de la economía y que tendrán una gran pujanza en las próximas décadas. Para hacer viable esta estrategia, España precisa del desarrollo de sectores de vanguardia con tecnologia intermedia, fundamentales para penetrar en los sectores dinámicos más complejos.

En los últimos tiempos se ha propagado la idea de que la resolución de la crisis de empleo exige, de un lado, estimular los sectores intensivos de mano de obra, y, de otro, penalizar a los que no presenten esta característica. Sin embargo, esta opción industrial es, cuando menos, peligrosa, puestoque hace caso omiso del progreso tecnológico y olvida la creciente interdependencia entre los sectores industriales.

El desarrollo de sectores que consumen gran cantidad de productos procedentes de otras ramas económicas tiene ventajas evidentes. No precisan de un crecimiento elevado del consumo privado, por lo que se podría liberar una mayor, proporción del ahorro para la financiación de las inversiones; reducen rápidamente sus costes y se benefician de la difusión entre industrias del progreso tecnológico. A título de ejemplo, de lo que se trata en una prirnera etapa no es de fabricar un ordenador español de la última generación, sino de acometer la especialización selectiva en determinados componentes y equipos electrónicos con tecnología nacional.

Este nuevo enfoque es más necesario cuanto que en el ámbito de algunos bienes de consumo y productos manufacturados (textiles, calzado, construcción naval, electrodomésticos) las oportunidades de exportación se están agotando por la competencia cada vez más intensa de países en vías de desarrollo (Argentina, México, Brasil, Corea del Sur, Yugoslavia ... ), con costes variables inferiores y que edifican también su pujanza industrial sobre productos de diseño y tecnología fácilmente asimilables.

Si bien nuestros protagonistas económicos ya han reconocido el significado profundo de la crisis e inician la adaptación de sus esquemas productivos a los nuevos parámetros del comercio internacional, la resolución de los problemas económicos actuales requiere la actuación de los poderes públicos.

En breve plazo -previsiblemente dos años de negociaciones-, España adoptará decisiones trascendentales para su futuro económico, y las consecuencias que se deriven del proceso de integración dependerán estrechamente de la política económica gubernamental que se aplique durante la próxima década.

La economía española corre el peligro de afrontar la integración en la CEE sin promover la especialización industrial en sectores dinámicos. Si esto sucediera y se dejasen los resultados de la integración económica en manos únicamente de las fuerzas del mercado, ello equivaldría a adoptar una política de renuncia de las grandes posibilidades de crecimiento futuro de nuestra economía, de consecuencias sociales imprevisibles, en favor de países más avanzados y con superioridades iniciales.

La industria española tiene que prepararse para competir, y de ahí la urgencia de formular objetivos de política industrial a medio y largo plazo para la promoción práctica de las inversiones privadas. Para la empresa española, la integración no sólo significará la supresión de aranceles, sino, sobre todo, la supresión de discriminaciones, lo, que se manifiesta en la elección y desarrollo de un modelo económico de referencia que elimine incertidumbres.

En definitiva, optar por el modelo económico comunitario significa que el sector público adquiere los compromisos de eliminar los obstáculos institucionales al crecimiento de la productividad y no generar distorsiones anormales en los mercados reales y financieros, partiendo de la creencia de que el estímulo y la competencia son factores de ordenación del mercado.

Incrementar la confianza del empresariado y de los trabajadores a través de una auténtica cooperación «finalista» y reducir las incertidumbres diseñando un cuadro indicativo en el que se concreten las principales prioridades de la industria española ante el ingreso en la CEE contribuirá decisivamente a eliminar las tensiones derivadas de los estrangulamientos, crisis e incompresiones características de nuestra transición económica.

Francisco J. Gómez Martos es profesor de Hacienda Pública de la Universidad Autónoma de Madrid. Instituto de Estudios Económicos.

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