Los amenes del momento
Como es sabido, hay, por lo menos, dos Españas. Al parecer, vivimos en la mala. Y encima invadidos por la ola del desencanto. Durante muchos años, la que nos invadía era la ola del erotismo. Pero ese oleaje fue a morir en las playas de cuché y culo de las revistas del ramo, en la ardiente oscuridad obscena de las salas porno, donde, en un voyeurismo colectivo, la representación sustituye al acto, que por algo nos movemos en una cultura de representación. El desencanto, en cambio, está por todas partes.Va el audaz reportero a entrevistar a la folklórica y sale su mozo de estoques:
-La señorita no puede recibirle porque está con el desencanto.
Y así todo.
Todo desencanto supone un previo encanto o encantamiento. Hubo, pues, una época en que estábamos encantados como la Bella Durmiente. Y luego la realidad (que no el príncipe de Perrault, y ni siquiera el de Maquiavelo) nos sacó del embrujo. No nos encantaba lo que pasaba, sino lo que tenía que pasar. Pero después no pasó lo que tenía que pasar. Siempre ocurre lo inesperado y tal.
Ya en lejanos tiempos hubo una Constitución que nos proclamó justos y benéficos. La cantidad y calidad de barbarie con que la mitad de esos justos benefició y ajustició a la otra mitad de benéficos es, como ahora se dice, asustante. Tan asustante como la cantidad y calidad de barbarie con que la otra mitad, etcétera.
Y nos llega la democracia y andamos los cainitas hispánicos esperando la gran traca cultural, y resulta que esa traca es fallera y se llama Vizcaíno Casas. España se acostó cainita y se levantó vizcainita. El antiguo progre se desespera. Al franquismo sucede el adolfato. No tenía bastante con el goce o disfrute de la ordinariez televisiva, no; además le llega esto.
Y se encocora cuando ve al querido y no tan viejo profesor navegar majestuoso y aun mayestático por las alfombras oficiales. (Además de majestuoso y aun mayestático, navega algo escorado. Pero no por el peso de la cruz -que el crucifijo lo asumió gustoso-, sino tal vez por esa collareta de chatarra y bisutería que porta a manera de toisón del pobre, y cuya invención atribuyen las lenguas municipales y expertas al numen galaico de Jesús Suevos.)
Aún se enfada más cuando piensa en lo que pudo haber sido y no fue. ¡Si en vez de esta reforma ucedea hubiésemos tenido la ruptura! En horas veinticuatro, España (perdón: el Estado español) habría pasado de un centralismo burriciego a un federalismo luminoso, etcétera.
Y luego, estas Cortes, llenas de culiparlantes y de tartajosos amarrados al folio. No era esto, no era esto. ¡Qué tiempos aquellos en que Armando (né López Salinas) decía que Simón decía que Carrillo decía que el régimen no aguantaba seis meses! O cuando en un cine-club donde discutíamos sobre la manzana de Nazarín o la piedrecita de La Strada llegaba uno y contaba que un amigo, del sobrino de un cuñado del tío de su vecino había estado en el Pelayo y había contado al cuñado del tío del vecino y todo eso que allí vio a Pradera, que dijo que...
La vida no es como nosotros creíamos, ni la historia tampoco. No valen las ucronías ni dar marcha atrás. ¿Qué hubiera sido de Cleopatra con otra nariz? ¿Qué del ilustre general Pavía sin el caballo que en tan señalada ocasión nunca montara? (Y es que nuestra historia es muy ecuestre ... )
Ahora, a la lata esa del desencanto se suma la de la década. Es la ola de decadismo que nos invade. Y cuando se acabe vendrán los temores milenaristas, bimilenaristas, del año 2000, tan cercano. Tal vez hasta el otro 98 de Ceuta y Melilla. Y la degeneración de la famosa generación. Y acaso algún joven y meditador Ortega (otro) haga su tesis doctoral sobre los terrores del año 2000. Y así vamos.
P. D. La década no empieza hasta el 1 de enero de 1981. O sea, que tenemos un año para intentar entrar en ella con buen pie. Que no significa necesariamente pie derecho. Vale.
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