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Sobre la "involución" en la Iglesia

La estancia del dominico holandés Edward Schillebeeckx en Roma para una explicación sobre sus últimos escritos; las advertencias y sanciones llevadas a cabo contra el dominico francés Pohier y el jesuita americano Curram; la condena de Hans Küng, y las noticias sobre un nuevo régimen jurídico de dureza en punto a las secularizaciones, han sido los hechos más recientes que, unidos a algunos otros y sobre todo al contenido de los discursos pronunciados por el papa Juan Pablo II en sus viajes: desde Puebla (México) a Estados Unidos, están suscitando comentarios y aprensiones en torno a lo que se suele llamar, una involución en la Iglesia.Personalmente creo, sin embargo, que una deducción de este tipo es harto precipitada y que se basa en datos demasiado externos. ¿De veras nos hallamos ante una involución? Porque para que se dé una involución en una determinada sociedad -y la sociedad eclesial no es una excepción- tiene que haberse dado antes una evolución desde un determinado estado de cosas, al que ahora se regresaría de nuevo con la tan mencionada involución. ¿Y se dio aquella evolución? Evidentemente así lo parece, y todo el mundo piensa, a este propósito, en el Vaticano II.

Nadie puede dudar, por supuesto, que el Vaticano II significaba, tanto a nivel teológico como cultural un giro realmente copernicano en la Iglesia. No sólo se asumió en él todo aquello que en las luchas dialécticas contra otras iglesias- las nacidas de la reforma o las orientales- o las conquistas científicas y sociopolíticas se había rechazado, aun siendo valores teológicos o humanos, sino que se decidió una nueva expresión de las verdades de la fe, como otras veces se había hecho en la historia, la defensa de los hombre y de sus derechos y la lucha junto a él para enfrentar los desafíos de este tiempo nuestro: la guerra, el hambre, la demografía, el peligro atómico, las dictaduras, la ignorancia, etcétera. La propia Iglesia reformaría sus estructuras envejecidas por el tiempo, y así se daba de lado, sobre todo, a una concreta manifestación de estas estructuras que se adveraban incluso como las responsables del falseamiento del mensaje cristiano: estructuras de poder y triunfo o riqueza mundanos, de relevancia político-social y de imperialismo ideológico y moral. Se aceptaba la autonomía de lo secular, en fin.

Ocurrió, sin embargo, que todas estas nuevas opciones de la Iglesia no tuvieron quizá una teología suficientemente estructurada tras de sí, y, desde luego, el Vaticano II no fue recibido sin más. No se dio una explicasión o catequesis del cambio y la inmensa mayoría de la Iglesia: desde buena parte de las altas jerarquías hasta el pueblo había sido educada en unas concepciones y en una vividura religiosas que eran con frecuencia -la mayor parte de las veces- las polarmente opuestas a las proclamadas en los documentos conciliares, y al espíritu que había animado la asamblea conciliar. Y, a mayor abundamiento, esta casi impermeable vividura religiosa, que se llamaba además tradicional, aunque como mucho abarcaría hasta Trento, tenía no escasas imbricaciones sociopolíticas, y las fuerzas interesadas en la permanencia del apoyo «tradicional» de la Iglesia a sus intereses hicieron lo posible y lo imposible para que no se diese el giro que tendría que darse. De manera que el Concilio y los cambios que aportaba, a veces con demasiado ruido, no serían otra cosa que una inoportuna llovizna contra la que sería suficiente, sin embargo, abrir los paraguas por algún tiempo porque lo seguro era que, más tarde o más temprano, todo volvería a su ser y cauce; y el símil es de una alta personalidad de la curia, plenamente convencida de que el tiempo trabajaría desde luego a su favor. Y creo que no se equivocaba.

Los católicos, por supuesto, comenzaron a «estar» conciliares incluso con posturas y radicales y de jacqueríe, pero es más que dudoso que comenzaban a serlo, porque esto, entre otras razones, exigia una verdadera metanoia o cambio en la manera de pensar y sentir, así que sería suficiente que más adelante soplaran nuevos aires, esta vez de superortodoxia y regreso al pasado, a lo de siempre y a su cauce, para que todo el conciliarismo se evaporase.

Los católicos, educados además en invernadero durante siglos, habían atrapado muchas veces enfermedades durante el régimen conciliarista de ventanas abiertas; habían quedado incluso fascinados por los valores mundanales, a los que antes negaban el pan y la sal, y se habían producido no pocas hemorragias de clérigos y laicos. Por añadidura, la secularidad del mundo moderno había despojado a la Iglesia de buena parte de su relevancia sociopolítica, y esto se sentía como si se tratase del apocalipsis. Se regresaba entonces muy a gusto al invernadero y se curaba el complejo de apocalipsis, volviendo al catolicismo político o al liderazgo mundial del Papa. De hecho, sólo unas minorías católicas, a las que, por otra parte, siempre ha tocado perder, son las que podrían lamentarse de esto y estimar de veras que estamos ante una involución, como si, en efecto, el Vaticano II hubiera dado realmente una vuelta de hoja a la historia.

Sólo el tiempo puede decir si realmente esa hoja de la historia ha sido vuelta de hecho, aunque sólo una minoría se percate de ello; o si el Vaticano II fue únicamente lluvia de verano, golondrina de primavera que desató esperanzas mesiánicas, incluso entre los no creyentes, en un momento muy singular de la historia. Esperanzas demasiado irreales, como se podría comprobar ahora.

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