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Llegó la hora para Hans Küng

Como pensando en un coup de theatre muy ruidoso tras la estancia de Edward Schillebeeckx en Roma para una encuesta canónica, el Santo Oficio pronuncia ahora su condena contra Hans Küng. Las razones de ella son explicadas de tan sumaria manera como se ha acostumbrado siempre en la tradición inquisitorial, y el proceso, naturalmente, no ha tenido nada que ver con lo que se entiende por proceso en el derecho moderno.La impresión, de todos modos, era que Hans Küng, un tanto enfant terrible de la Iglesia, no seria condenado, pese a las reticencias y a un rechinamiento de dientes que producían sus escritos en las altas instancias de la Iglesia. Parecia que Küng, el teólogo de Tubinga, era algo así como Croce en tiempos del fascismo italiano: un lujo del régimen, Al fin y al cabo, en el fondo, Küng era un teólogo clásico o tradicional, es decir, no radical; pero desde esta misma página, de EL PAÍS sostenía yo, este verano, que como si lo fuera, como si se tratara de Bultmann con toda su carga explosiva cuando apareció. Porque no cuenta tanto ante los píos oídos inquisitoriales lo que se dice como los problemas que se tocan y se sacan a la luz pública: la veracidad en la Iglesia, la extensión y límites de la infalibilidad papal y su funcionamiento, la aventura de ser cristiano hoy y el problema de Dios, en un mundo en el que la fe está exigiendo como nunca jamás razonabilidad, la Biblia ha sido expuesta a todas las preguntas de la historia y de los distintos análisis lingüísticos que ofrece sus propios lados frágiles, y el pensamiento moderno ha dicho su palabra última sobre muchos aspectos que un cristiano de otras épocas ni se podía imaginar siquiera.

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Probablemente también, el Santo Oficio ha querido hacer un escarmiento disciplinario contra el rebelde Küng, que había desafectado en el pasado sus convocatorias; o quizá sacarse la espina de que el propio Schillebeeckx, todo un sospechoso de herejía, diera al salir de su entrevista con los teólogos curiales una conferencia de prensa. ¿Acaso se había visto hacer una cosa así a Galileo, a fray Luis y a tantos otros? ¿Qué novedad es ésta?

Lo lamentable en todo este asunto es, sin embargo, que la Iglesia se haya decidido de nuevo a volver a sus viejos usos de procesos y condenas. Porque la ortodoxia debe ser mantenida, desde luego, pero lo que ya parecía probado y más que probado es que procesos y condenas sólo han servido en la Iglesia para liquidar o atemorizar su propio pensamiento teológico. La última experiencia la tuvo con las condenas de los modernistas: éstas sólo sirvieron para causar dramas personales y producir una gran hemorragia de clérigos y laicos que salieron de la Iglesia; pero los problemas abordados por los modernistas siguieron ahí, a pesar de las condenas, y ahí están aún sin solucionar y más envenenados que nunca. Y mientras tanto, el miedo a la condena y al error se tradujo en el interior de la Iglesia por un tic de rechazo o de miedo al pensamiento, y de ahí la esterilidad teológica católica del siglo XX, que sólo había comenzado a remediarse por los años cincuenta, cuando la Humani Generis golpeó a otros teólogos -Congar, Chenu, etcétera-, y luego, en el Vaticano II, con las figuras que comienzan a ponerse ahora en entredicho: Rahner, Schillebeeckx, el propío Küng, etcétera.

La Iglesia católica no parece percatarse aún de que la única posibilidad de pensamiento progresivo que tiene el hombre es a través de hipótesis que luego se advertirán falsas o justas mediante la crítica y el matiz, pero que, si se cortan, hacen imposible el pensar, y sólo cabe un pensamiento y una teología repetitivos, que se llaman seguros, quizá porque están muertos.

El Vaticano II parecía que iba a acabar con este estado de cosas, pero ya se ve que ni siquiera ha logrado que los procesos por ortodoxia tengan las garantías procesales que tiene cualquier proceso civil. Ni tampoco ha logrado hacer comprender a las altas instancias de la Iglesia que precisamente el honor de esa Iglesia es mantenido en el mundo moderno por estos teólogos que ella ahora condena; sencillamente, porque estos hombres hablan su lenguaje y hacen posible un discurso moderno sobre la fe y los problemas humanos a la vez: desde la ciencia a la política. Muchos cristianos modernos incluso viven su cristianismo y superan todas las dificultades de ser cristianos en este mundo secular gracías a estos teólogos. Ahora, una vez más, tendrán que entregarse -si es que no emigran- a la angustia y esperar, como decía el abate Huvelin a que la ortodoxía vuelva a reconciliarse con la verdad y la realidad. Estos problemas suscitados por esos teólogos son los que cercan, a veces trágicamente a los cristianos modernos, y el propio mundo laico no es insensíble a esa fascinación intelectual ni,a la riqueza humana y cultural que aportan al vivir. De lo que tanto creyentes como no creyentes modernos están hartos es de que en vez de Jesús o de Godet, a quien esperan, se les hagan discursos de farmacopea jurídica o de farmacopea tout court: sobre la píldora. Y Küng es muy consciente de esto.

Cuando el obispo de Ratisbona, monseñor Gaber, decía hace unas semanas, ante las críticas de Küng a Juan Pablo II, que Küng «no expresa ya la fe de la Ig!esia». el teólogo de Tubinga respondió con otra pregunta: «¿Cuándo los representantes del aparato eclesiástico, que funciona tan bien en el plano financiero, comprenderán esta señal alarmante, que es la desafección de cientos de miles de personas con respecto a nuestra Iglesia?» Y a lo mejor ésta no es una pregunta católica, pero cristiana sí lo es. De esto estoy yo muy seguro, incluso contra lo que pudiera decir el Santo Oficio.

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