Pertini, en la Sacala
Como el Boris Godunov de Moussorsgki será dado por Eurovisión y se verá, espero, en España, quede para entonces el comentario de la crítica de allí y el comentario desde Italia. La inauguración de la temporada más célebre del mundo de la ópera, la de la Scala de Milán, ha tenido tres protagonistas primerísimos: Pertini, Abbado y Giaurov. El presidente de la República quiso asistir desde sitio parecido al que ocupaba siendo diputado: desde una buena butaca. Señalaba con ello que no iba a la ópera por cumplir, por «representar», sino como aficionado de siempre, que va antes a pasear por la gran galería, un paseo que es una de esas costumbres no convertidas en rutina. Entró sonriente, buscando su sitio, y lo que encontró antes de sentarse fue una inmensa ovación de toda la sala. Esa popularidad no buscada, ese asumir las venturas y los riesgos de la popularidad, es un hecho político de primera línea en el panorama tan sombrío de la Italia de hoy. Antes de ir a Milán amonestó a los dirigentes de la política educativa: «Importa más el deporte vivo que muchos goles en los partidos», lección valedera no sólo para Italia. El pobre, a la vuelta de la apoteosis de Milán, tuvo que ir a la capilla ardiente del policía asesinado: allí no hubo aplausos, sino lágrimas sobre rostros hundidos y tensos y sobre palabras airadas. Las menos airadas, las más significativas, fueron para Pertini: «Haga algo, señor presidente».Pertini, en la Scala, fue protagonista con el director Abbado. Claudie Abbado, ese gran músico, cabeza de una generación puente entre la del indiscutible y grande Guilini y la que avanza con Mutti, se va de la Scala, pero encarnando su gran sueño: dar el Boris Godunov en ruso, en la versión original, en la no edulcorada por Rimski-Korsakoff, esa versión donde la gloria, la plegaria, el amor y la angustía adquieren» una lívída grandeza. Con esa versión se comprende muy bien la famosa y muy bella frase/definición de Nietzsche: «Cambiaría la felicidad de todo el Occidente por la manera rusa de estar triste.» Discutida, hasta un poco silbada, la escenografía; indiscutible la dirección musical de Abbado. Pues bien: al comenzar el segundo acto, cuando la sala esperaba la salida hacia la orquesta de Abbado; cuando llegó la tensa e imponente ovación, el presidente de la República salió de su butaca, fue de ella al pupitre para besar y abrazar al director. Televisión, fotografías, comentarios incluso políticos, han extendido por toda Italia la significativa belleza del gesto.
Todos tenemos en la memoria los que hacía Boris Cristoff con este personaje central de la música rusa: lo ha cantado durante más de treinta años y, cuando, hace quince, lo hizo en España, la conmoción fue enorme. No sé si lo ha hecho en Rusia, pero sí sé, pues lo viví en Moscú, que la partidista, desdichada estética «dirigida» del mundo soviético no hizo de Moussorsgki su músico. Los disidentes lo invocan; Rostropovitch, nuestro amigo, ha señalado cómo en esa lívida grandeza del Boris Godunov hay un extraño pero real místicismo que Cristoff encarnó de manera sublime. Giaurov no tiene por qué ser absoluto discípulo: hace su personaje de manera muy hermosa, más humana quizá que la de Cristoff, pero en esa línea donde la voz eslava grave se hace también «hecho de cultura». No es pedantería lo que acabo de poner entre comillas, porque esa línea viene, desde los tiempos de Chaliapine y fue capaz hasta de encarnar un singularísimo Don Quijote, sacado del famoso ensayo de Turgeniev. Nada de pedantería, al menos buscada, porque ya antes del homenaje de la Scala a Stendhal, se ha hecho coincidir la inauguración de la temporada con toda una serie de coloquios, de carácter muy universitario, sobre la ópera. Ni que decir tiene que con los escritos de los grandes críticos italianos puede hacerse una estupenda antología sobre este Boris. Los nostálgicos de siempre añoraráil una inauguración con Verdi o con Puccini, pero ambos hubieran visto con gusto esta novedad: Moussorsgki, en su edad de dandy, cuando cantaba ópera en los salones, rnarcó bien su cariño por Verdi; Puccini tuvo muy en cuenta a Moussorsgki cuando quiso hacer muy protagonista al coro de Turandet. Hubiera querido estar muy cerca de Pertini para oír sus comentarios sobre esto, pero la presencia, la forma y manera de la presencia, son ya suficientemente significativas: no se olvide que en todo este lío en torno a la Scala, en torno a los teatros de ópera de Italia, hay un grave problema de política cultural: que sea problema ya es un ejemplo.
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