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Los viejos clichés del fanatismo islámico

El asunto de los rehenes de la embajada norteamericana en Irán ha desencadenado en la prensa occidental -sobre todo en lengua inglesa- una verdadera oleada de protestas hipócritas, acusaciones histéricas, asertos mendaces y, muy a menudo, grotescas tergiversaciones, que ponen, una vez más, sobre el tapete el problema de los abusos y manipulaciones resultantes del actual monopolio informativo de las grandes agencias de prensa.El fenómeno no es nuevo. Se manifestó ya en 1953, cuando el entonces primer ministro iraní, Mohamed Mosadegh, decidió la nacionalización del petróleo británico y fue objeto de unos ataques, falsedades, deformaciones y calumnias muy parecidos a los que hoy proliferan con el claro propósito, como ahora sabemos, de allanar el retorno «salvador» del sha, en brazos de la CIA. Se repitió en 1956, a partir del instante en que Nasser decretó la nacionalización del canal de Suez: las consabidas referencias al «fanatismo de las masas», las amenazas de «exterminio», el «dogal al cuello del mundo occidental» y otros apocalipsis. La operación «liberadora» fracasó in extremis, no sin que el cuerpo expedicionario anglo-francés y el primer Blitzkrieg israelí propinaran antes una severa y merecida corrección al insolente. Habrá que recordar, por fin, lo ocurrido en junio de 1967: el anuncio, con grandes titulares, por todos los órganos de la prensa occidental, de la estupenda noticia: «Egipto ataca a Israel», en el mismo momento en que los blindados israelíes operaban a casi doscientos kilómetros de sus fronteras y la casi totalidad de la aviación egipcia había sido barrida del mapa. Los desmentidos, cuando llegan, ocupan cuatro líneas arrinconadas en una página interior del periódico, literalmente anegados en un mare mágnum informativo. Nadie, o casi nadie, suele leerlos y, en cualquier caso, no tienen incidencia alguna en el curso provocado de los acontecimientos.

La lectura de la prensa francesa o norteamericana de las últimas semanas nos procura abundantes ejemplos de esta desinformación programada: si el ayatollah exporta a la «resistencia» contra la agresión, France-Soir titula inmediatamente: «Jomeini proclama la guerra santa»; cuando pide a sus compatriotas la unidad, la fe en Dios y la disposición a la lucha armada, las agencias traducen al punto el xihaz (preparación a la lucha) por xi-had (guerra destinada a propagar la fe musulmana). Paralelamente a dicha campaña de intoxicación, el carácter fundamentalmente religioso de la revolución iraní da pretexto a un diluvio de afirmaciones insostenibles y retratos caricaturescos del Islam y de su presunto fanatismo. Citas truncadas, suratas extraídas de su contexto, simples y burdas invenciones sirven de leña para atizar el fuego del racismo latente en el orbe occidental y prepararlo mentalmente a una nueva y sangrienta cruzada.

El primer irresponsable puede extraer de una edición, a menudo mal traducida, del Corán una serie de frases terriblemente amenazadoras para el «infiel», olvidando que cualquier musulmán o no cristiano podría entresacar de la Biblia incontables sentencias belicosas, mucho más crueles y espeluznantes de cara a los no creyentes si, contra el sentir común más elemental, se interpretaran al pie de la letra. Reproducir las citas coránicas del ayatollah Jomeini y otros líderes religiosos de la jerarquía chiita en términos de un programa político de aplicación inmediata resultaría, no obstante, tan incongruente como afirmar que los militantes comunistas franceses que cantan La Marsellesa en las asambleas y reuniones de su partido se disponen a emprender una revolución armada porque entonan Aux armes, citoyens! Por lo común, la versión occidental de cuanto ocurre en Irán después de la caída del sha revela una dosis increíble de ignorancia, mala fe y cinismo. Es una visión etnocentrista y reductiva, producto de sus gruesas y voluntarias anteojeras.

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Sería inútil negar la violencia y errores -a veces evitables- que han acompañado a la victoria de las masas sobre el régimen del sha. Pero muy pocos se acuerdan, a la hora de condenarlos, de la situación que los provocó: el increíble sistema de opresión, tortura y asesinatos establecido por un monarca que aparecía retratado en la prensa del «mundo libre» como un reformista liberal de convicciones humanistas. El robo, la explotación, el terror a que estaban sometidos los iraníes no alteraban la buena conciencia de los dirigentes occidentales, escasamente dispuestos a escuchar el clamor que se elevaba del pueblo y atentos, en cambio, a los beneficios fabulosos de los carteles petroleros. En otoño de 1978, cuando la sangre de millares de víctimas se vertía en las calles de Teherán y el derrumbe cercano de la tiranía resultaba evidente, los periódicos de Boston -ciudad en la que entonces me hallaba- seguían presentando el conflicto como la lucha entre un monarca «moderno y progresista» y una masa «reaccionaria y fanatizada». Las matanzas, cuando se mencionaban, se despachaban en unas cuantas líneas y no eran objeto siquiera de una tibia condena pro forma. Cualquier análisis de los acontecimientos que actualmente sacuden Irán -y, más allá de sus fronteras, la mayor parte del mundo islámico- debe tomar en consideración esta verdad, casi siempre escamoteada: la violencia, a menudo excesiva, de la respuesta está en relación directa con la violencia realmente excesiva que la originó.

Desde la caída del sha, los mass media occidentales han «descubierto», por ejemplo, el infortunio y status inferior de la mujer en la sociedad iraní, siendo así que dicha situación existía ya bajo el régimen anterior -con excepción, claro está, de las mujeres de la familia imperial, aristocracia y alta burguesía-, sin que quienes ahora muestran tanta solicitud por ella y se rasgan hipócritamente las vestiduras dijeran palabra: se habla del martirio de la mujer iraní condenada al tchador y se menciona apenas la existencia de harenes reales en Arabia Saudí, Kuwait o el sultanato de Omán. Las ejecuciones de los tribunales revolucionarios islámicos han ocupado igualmente páginas enteras de los principales periódicos y revistas de Occidente, pero estos mismos órganos informativos guardaban completo silencio cuando las víctimas -éstas, inocentes- de la Savak se contaban no por docenas, sino por millares.

El despertar religioso y social del mundo islámico es presentado de ordinario en términos maniqueos, como un fenómeno anacrónico y bárbaro: flagelaciones públicas, adúlteros condenados a penas de azote, castigos corporales. masas vociferantes, etcétera; olvidando, sin embargo, que flagelaciones y autocastigos abundan asimismo en el orbe católico y que en algunos estados de la moderna y democrática Norteamérica las leyes condenan la sodomía, aun la practicada entre esposos, a una pena de cadena perpetua. Y, junto a este desenfoque voluntario de la realidad musulmana, las aseveraciones puramente fantasiosas e ironías procaces, fruto de la ignorancia supina o la autosuficiencia etnocéntrica. El catálogo de necedades espumadas de nuestra prensa resultaría cómico si no fuese en verdad triste y lamentable: acá, el marisabidilla de turno atribuye al Corán las mutilaciones del órgano sexual femenino conocidas por excisión e infibulación, desconociendo, sin duda, que dicha práctica infame es de origen preislámico (las momias faraónicas de sexo femenino muestran que fueron sometidas a ella), que tales amputaciones no existen ni han existido nunca en el Magreb ni en la península Arábiga y que su implantación actual en el valle del Nilo, Etiopía y zona sursahariana no se limita a los musulmanes, sino que abarca también a las poblaciones cristianas y animistas; allá, otro improvisado arabista imputa al Islam (risum teneatis!) su «proverbial intolerancia religiosa»; acullá, una revista de gran tirada se permite la «gracia» de comentar la fotografía de las preces en una gran mezquita como una «estupenda perspectiva de traseros» (el chistoso reseñador empleaba un término mucho más crudo). La lista de «perlas» sería interminable, y me detendré aquí.

Presentar el Islam como una religión atrasada y fanática es, pura y simplemente, una falsedad. El mensaje revelado a Mohamed liga inseparablemente la dimensión religiosa con la vida social y contiene un conjunto de preceptos de justicia que le permiten incorporar en su seno numerosos planteamientos y exigencias del socialismo moderno. Los regímenes que hoy gobiernan Argelia, Siria, Irak, Libia y Yemen del Sur proclaman su adhesión a los principios de un socialismo islámico producto de una más o menos afortunada simbiosis de elementos tradicionales, normas coránicas y conceptos económicos de origen marxista. La revolución iraní es en este aspecto más original: se trata de la primera revolución tercermundista que no entronca, ni poco ni mucho con la línea revolucionaria europea de 1789, 1871 y 1917. Su motivación no ha sido política, sino socialreligiosa, y ha demostrado que, contrariamente a lo que creía Lenin, la religión no es siempre el opio del pueblo. El llamamiento de Jomeini a todos los desheredados del mundo encontrará probablemente mucho más eco entre los setecientos millones de musulmanes que el que formularan, desde el interior de la cultura europea, Engels y Marx: tanto en su fondo como en su forma responde a un legado exclusivamente islámico, de tinte curiosamente anarquista. El origen y trayectoria históricos del chiismo -opuesto a toda noción de poder, considerado a priori como corruptor e ilegal- explica que en vez de lanzarse a la conquista del Estado, como las demás revoluciones, la revolución iraní haya procedido a su total desmantelamiento: el actual callejón sin salida de la diplomacia norteamericana en el problema de los rehenes se debe precisamente al hecho de su imposibilidad de negociar con el poder establecido, porque no lo hay. La inteligencia de cuanto ocurre en Irán debe tener en cuenta estos elementos. Definir la marejada que sacude el mundo islámico como una «ola de fanatismo» es condenarse a no entender nada de uno de los acontecimientos más decisivos del mundo moderno.

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