Joyerías y bancos, en el punto de mira de los atracadores
A las diez y cuarto de la mañana, el cajero abre un gabinete interior en su cabina blindada y mueve las aletas de la nariz para que sus gafas semicirculares de lectura caigan ligeramente, en un gesto que siempre repite antes de contar billetes de banco. A través de las cuatro planchas de vidrio soldado parece un hombrecillo discretamente verdoso, como un submarinista que sólo se aventurase a bucear a pocos centímetros de la superficie. La vida en el banco le ha acostumbrado a ser un hombre de mirada baja. Apenas levanta los ojos para decir «Buenos días» a cada cliente, y luego «De nada, que usted siga bien», cuando, inexplicablemente los dueños del dinero que reparte le dan las gracias al comprobar que acaban de recuperarlo.Con movimientos ajustados pasa rápidamente los fajines de goma a la muñeca derecha y va liberando las series de cinco billetes. A esta hora, inapelablemente, dedica un minuto a preparar líquido: el primer contingente de cobradores ha pasado ya, y el segundo no comparecerá hasta dentro de un rato, más cerca de las once; así es el barrio. Todo está en orden: «... cincuenta de a mil y cincuenta de a 5.000» garantizan existencias para los próximos pagos.
A las diez y dieciséis, la puerta de la sucursal se abre violentamente y golpea el tope final de goma con el ruid,o peculiar de los almohadillazos,y las puñaladas. El cajero mira sol5re la montura recta de concha y ve, como dibujado en un renglón, a un atracador que esgrime una recortada y mantiene los brazos en la posición delicada que las madres eligen para sostener a un niño de pecho. Entra y se resguarda en un contrafuerte, de espaldas a la pared. Sus dos cómplices irrumpen tras él. Miran agresivamente, corren, con decisión hasta la cabina, «Esto-es-un-atraco», y hacen un geStO para reprimir la probable intención del cajero de pulsar el botón de alarma. «Si lo tocas, aquí no se salva nadie», grita el que parece jefe, entretanto señala a los empleados con el cañón de un viejo revólver. Nadie se mueve. «La vida, lo primero», dice un manual de supervivencia, y el tercer atracador comienza a guardar los tacos de billetes en una bolsa de plástico. Al otro lado del mostrador, todos tienen los dedos fríos, como manojos de espárragos, pero los niños esperan en casa, tic-tac, tic-tac, dentro de cuatro horas.
Tres minutos después, salen el hombre del revólver y el de la escopeta. En orden inverso repiten el ceremonial de la llegada. El segundero del reloj eléctrico avanza a impulsos contenidos, la puerta golpea blandamente el amortiguador; tic-tac, tic-tac, patinan los neumáticos de un coche que arranca violentamente en el exterior. Tres minutos, diez segundos. Esto ha sido un atraco.
En la oficina bancaria, la tensión va desapareciendo lentamente: alguien llama a la policía y a la oficina central. «Todavía no hemos hecho el arqueo, pero se han llevado unas 300.000 pesetas.» Esta vez, las pérdidas no han llegado al millón largo que cuesta un atraco por término medio y tampoco hay heridos. Menos mal.
Las investigaciones posteriores no son muy explicitas: un enorme atasco ha impedido a la policía seguir con rapidez la ruta de los atracadores. El automóvil, «fabricación nacional, cilindrada corta, robado tres horas antes», aparece en Fuencarral. Allí habrán tomado otro. Carlos Hernández, uno de los miembros de la comisión de seguridad del Consejo Superior Bancario, incorpora el asalto a sus estadísticas: si los incrementos previsibles para los últimos meses de 1979 no mienten, los atracadores cerrarán el año con la cifra de 1.200 trabajos bien acabados, frente a los once de 1969, hace sólo diez años. Las progresiones de beneficios también son ascendentes: «En 1972, sólo 63 robos a mano armada, con 65 millones de pesetas de botín global. Hasta el 31 de agosto de este año, 790, con 1.127 millones de pesetas para los nuevos Dalton. Lo dicho: 1.200 antes de fin de año, y si no, el tiempo lo dirá.» Carlos Hernández añade unas notas a los setenta folios de ponencia que presentó a las «Jornadas de estudio sobre seguridad contra robo y atraco en la empresa». Cierra su rotulador fibre-pen y hace una nueva llamada telefónica. «¿Estaba asegurada esa oficina?». Menos mal. Ernesto Casa Aruta, doctor en Economía y actuario presidente de la comisión Seguro de Robo de UNESPA, corrige también el resumen de su ponencia. El primero de los tres epígrafes que concluye queda así: « Bancos y cajas de ahorro. En 1978, estas entidades financieras pagaron por seguros 438 millones de pesetas, y recobraron 657 millones. Sufrieron 458 atracos, pese a una inversión cifrada en 20.000 millones de pesetas en sofisticados sistemas de seguridad. Y es que estos sistemas de seguridad pueden ser calificados de defensivos y no de disuasorios. El primer semestre de 1979 presenta una cifra de atracos de 192, frente a 104 en el mismo período de 1978; el incremento ha sido, pues, del 40%.» Los conductores de los automóviles hacen sonar sus bocinas para neutralizar un gran atasco en la calle.
Mañana de perros
A las doce y cuarto, el encargado de la joyería de la esquina enrolla un muestrario de cadenas de oro, recoge en una base de terciopelo negro dos aderezos de esmeraldas y comprueba una serie de sollarios de platino con brillantes montados al aire: «... diecinueve, veinte y veintiuno.» Cuando se acerca a la caja fuerte repite mentalmente el número de matrícula de su propio coche, que se corresponde con la combinación: como cualquier otro día, hace un recuento de salir a tomar el vermú. A sus espaldas se escucha un ruido seco y una vibración de cristales: alguien ha dado una patada a la puerta. Son un mu chacho con una recortada, otro con un viejo revólver y un tercerocon el saquito de plástico. Llegan en el momento justo, como si conocieran las costumbres del joyero y el valor excepcional de las piezas que acaba de inventariar, según él suele decir. Alguien les ha proporcionado un plan en el que ha sido estudiado, incluso, el sistema de sincronización de los semáforos próximos para precaver los atascos y otras sorpresas desagradables. Es evidente que tienen un plan.
A la misma hora que el hombre del saquito acomoda en el fondo la última cadena de oro de ley, es decir, la que lleva puesta el joyero, Ernesto Casa concluye la redacción del epígrafe dos de su resumen de ponencia: «Comercios. Se atracan joyerías y comercios de cualquier tipo; en cambio, se roban, sólo con violencia material o allanamiento, comercios cuyas mercancías están conexas con un perismo perfectamente organizado y que cambia de características según determinado período del año. Este perismo está alcanzando su fase más perfeccionada mediante robo por encargo. » El hombre del viejo revólver mira el reloj. Son las doce y diecisiete minutos, hay que marcharse. El joyero trata de recuperar el botín en el último instante, el hombre de la escopeta recortada dispara. Desde la acera, un vendedor ambulante ve caer a alguien. El cuerpo choca contra la puerta; se oyen un ruido vago, de pelea con almohadones, y una vibración de cristales, seca corno un platillazo, en la orquesta de la calle.
Francisco Ortega, secretario general de la Asociación Española de Joyeros, Plateros y Relojeros, y ponente en las jornadas, recibe en seguida la noticia por teléfono. Mueve la cabeza y corrige una cifra en su texto, antes de leer el párrafo-clave: «... Debido a la adopción de algunas medidas de seguridad, disminuyó el número de robos, pero por contra ha aumentado el de atracos en progresión geométrica, siendo así que estamos llegando a situaciones límite. Creemos saber que, en los ocho primeros meses de 1979 ha sido registrado un total de 137 casos de robos y atracos a joyerías, por un valor de 854.236.000 pesetas. No debo ocultar que, en general, los joyeros reaccionan valientemente en defensa de su patrimonio, con motivo de los atracos, por lo que hemos tenido que lamentar varios heridos y muertos.» Sale una ambulancia de un garaje. Cien metros más allá tiene que detenerse. Hay atasco.
Hay atasco en todas las rutas posibles, salvo en una: la que siguen los atracadores.
Por eso los tres hombres llegan puntualmente a un chalé, cuyos dueños se han ausentado, como en cualquier otro fin de semana. El jefe mira el reloj. Es, tic-tac, tic-tac, la una y cuarto.
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