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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La autononomía universitaria

PESE A la acelerada pérdida de prestigio de la institución universitaria, todavía no se ha inventado otro vehículo mejor para transmitir la ciencia y los saberes prácticos en el nivel superior de la enseñanza. El masivo exilio político de profesores e investigadores después de nuestra guerra civil, y la emigración posterior hacia países con efectiva libertad de cátedra y con medios para permitir el desarrollo de las vocaciones científicas, acentúa en España esa crisis generalizada que, sin embargo, no ofrece alternativas fuera del marco universitario. En nuestro país, la tarea de elevar el tono de una universidad depurada por la política y por la penuria de excelentes maestros, y demasiado hipotecada por personal docente reclutado mediante criterios de clientelismo personal, sectarismo religioso y emparentamientos ideológicos es, a la vez, urgente y factible. En la gestión del Ministerio de Universidades e Investigación, desglosado hace pocos meses del Ministerio de Educación, hay que apuntar, como una medida positiva, el decreto de 3 de agosto de 1979 sobre nombramiento directo de catedráticos numerarios de universidad, para llevar a la universidad española a todas aquellas personalidades «de acreditado prestigio en cualquiera de los campos de la ciencia y del saber» que vienen desarrollando su labor, bien en España, bien en el extranjero. El Ministerio se ofrece a dotar presupuestariamente la cátedra y a incluir a esos nuevos profesores en la plantilla del cuerpo de numeraríos, Para hacer las designaciones, empero, se precisa una propuesta de la junta de gobierno de una universidad y el dictamen favorable del consejo de rectores. La falta de noticias sobre nombramientos al amparo de este decreto, y el simple recuerdo de la amplia lista de notables intelectuales científicos españoles a quienes se vetó el acceso a la cátedra bajo el régimen anterior, o que se vieron obligados a ejercerla docencia en Estados Unidos, Latinoamérica y Europa, dan fundado pie para la sospecha de que el corporativismo, los celos y el temor a la propia mediocridad de un sector de los catedráticos numerarios puedan llegar a instalarse, en las juntas de gobierno o en el consejo de rectores, como barreras infranqueables para que nunca lleguen al Ministerio de Universidades las propuestas correspondientes.Tiempo habrá para volver sobre este tema en el caso de que esos temores se confirmen y transcurran los meses sin que la universidad y la cultura españolas recuperen a esos hombres indiscutibles, que molestan a los catedráticos especializados en navegar por las covachuelas ministeriales. El envío al Congreso de la ley de Autonomía Universitaria, de la que sólo se conocen todavía las informaciones fragmentarias publicadas en la prensa, invita ahora a ampliar el campo del comentario y a pedir que ese proyecto de ley sea objeto de un debate público, lo más amplio y serio posible, antes de que los diputados lo dictaminen, discutan y aprueben. Porque lo que nos jugamos en este envite es, nada más y nada menos, que la posibilidad de devolver la salud y el vigor a un ámbito de transmisión de la ciencia y de investigación que se nos está muriendo entre las manos.

Nada sería peor que la autonomía universitaria se redujera tan sólo a una palabra. El mantenimiento en la nueva ley del carácter vitalicio de la condición de catedrático -con independencia de la competencia para desempeñar las funciones docentes de la dedicación a esas tareas y del esfuerzo para remozar los conocimientos en un aépoca de crecimiento exponencial de la investigación científica- se refuerza por el hecho de que los catedráticos numerarios de escalafón, pagados por la Administración central con cargo a los Presupuestos, quedan situados en una privilegiada situación para su contratación por las universidades autónomas, que deberán pagar con sus propios recursos, en cambio, al resto del personal docente contratado. No parece tampoco que los proyectados institutos de investigación puedan levantar de su paupérrimo nivel actual los cursos de graduados, sin duda la preocupación central de las grandes universidades americanas y europeas. Tampoco se aprecian cambios que no sean, sobre todo, verbales en el sistema de ingreso en el cuerpo de numerarios; y los planes de estudio de las universidades autónomas tendrán que seguir siendo aprobados por el Ministerio pese al papel preponderante en su elaboración de los claustros de numerarios, que tan conservadores, poco generosos y parroquiales se están mostrando para la recuperación de los exiliados y emigrados y para la incorporación de profesores e investigadores procedentes del Cono Sur o de cualquier parte del globo.

Y quedan, finalmente, las dos cuestiones que seguramente harán correr más tinta durante los próximos meses. De un lado, las universidades públicas dependientes de las comunidades autónomas plantearán, en Cataluña, el País Vasco y Galicia, delicados problemas en torno al idioma que sirva de vehículo transmisor de las enseñanzas y que puedan emplear los alumnos para examinarse. De otro, las universidades privadas, hasta ahora limitadas a las que la Iglesia patrocinó con su influencia y con sus eficaces medios para conseguir protección estatal, serán una fuente de conflictos en lo que a la homologación de títulos y subvenciones de fondos públicos se refiere. El previsible y conveniente debate que se abrirá con la publicación del proyecto de ley dará sobradas ocasiones para opinar sobre estas y otras cuestiones.

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