La cita en la plaza de Oriente
EL UNICO procedimiento verificable para que una opción política -cualquiera que sea- cuente a sus seguidores es, sin lugar a dudas, el sufragio universal libre, igual y secreto. Esa es la razón de que los movimientos extremistas -a la derecha o a la izquierda del espectro- coincidan siempre en que el destino apropiado de las urnas es el de ser rotas. La última consulta electoral, realizada con todos los controles y garantías que implica el nombramiento de interventores en cada mesa, puso claramente de manifiesto que la plataforma auspiciada por Fuerza Nueva y sus compañeros de viaje de la ultraderecha contaba, en todo el territorio nacional, con el apoyo de 370.000 ciudadanos sobre un censo total de casi veintisiete millones de electores y de algo más de dieciocho millones de votantes efectivos. Resulta así, pues, comprensible la agresiva hostilidad de la ultraderecha contra un sistema de gobierno basado en unas reglas de juego que convierten en una lejanísima posibilidad abstracta su conquista del poder mediante una victoria electoral. Si los patriotas de signo opuesto -los abertzales de Herri Batasuna adoptan consignas de contenido inverso, pero formalmente idénticas (desde el rechazo de los partidos en nombre del pueblo unido, a la conveniencia de destruir las urnas, pasando por la devoción hacia los himnos militares y la afirmación del privilegiado carácter del propio origen frente a los 3.500 millones de habitantes del planeta), no puede extrañar que los seguidores de Bias Piñar y José Antonio Girón lleguen a parecidas expresiones de condena de la democracia parlamentaria.Sin embargo, a nadie deben dolerle prendas a la hora de reconocer que, durante la mañana del domingo, la plaza de Oriente de Madrid, lugar de cita tradicional de los homenajes al Caudillo, tuvo un lleno, nunca mejor dicho, hasta la bandera. Las cifras de asistentes oscilan, como es inevitable cuando la política anda en juego, entre los 800.000 congregados contados por los organizadores y los 200.000 asistentes calculados por los más pesimistas -u optimistas- observadores. En cualquier caso, y pese a que los manifestantes del 18 de noviembre procedían de toda España, parece evidente que esa muestra sociológica está por encima de los resultados electorales de Unión Nacional el 1 de marzo de 1979. La presencia juvenil en la plaza de Oriente y la doble lealtad de una parte del millón de votantes de Coalición Democrática son dos explicaciones de ese fenómeno más convincentes que un altamente improbable deslizamiento desde el centro a la ultraderecha de la opinión pública. Que adolescentes de clase media todavía sin derecho de voto y electores del señor Fraga se sumaran al acto del domingo merece algo más que un despectivo encogimiento de hombros o que un burdo diagnóstico basado en los simplismos del reduccionismo sociológico. En la tribuna o en los lugares de honor había, sin duda, un elegido, surtido de personajes enriquecidos mediante la especulación inmobiliaria, las prebendas, la abusiva explotación de la profesión en función de nexos familiares y la simple y desnuda corrupción. Pero en la plaza de Oriente había también probablemente pequeños empresarios arruinados por la crisis, jóvenes a quienes el paro ocluye cualquier posibilidad de salida profesional, jubilados y modestos rentistas asfixiados por la inflación y gentes atemorizadas por el deterioro de instituciones y costumbres avaladas durante demasiado tiempo y sin demasiadas razones por esos poderes espirituales a los que el poder temporal utilizó a su antojo durante pasadas décadas. Y es seguro que a la convocatoria también acudieron personas sencillas a quienes la emocionalidad de otros patriotismos no puede por menos de desatar sus propias emociones patrióticas, sobre todo cuando decenas y decenas de víctimas son la consecuencias de esas descontroladas pasiones. Pues, aunque los interesados piensen lo contrario, nada hay más parecido entre sí que las emociones patrióticas, cualesquiera que sean las banderas, los himnos o los nombres que sirvan de soporte a esos sentimientos de pertenencia a una comunidad.
Por lo demás, no sólo había novedades en las filas de los congregados de este cuarto aniversario del fallecimiento de Franco. El mismo clima de la convocatoria, con la presencia algo debilitada del recuerdo nostálgico del Caudillo, las invocaciones a José Antonio Primo de Rivera y el falangismo, y la aparición de un nuevo estilo populista escasamente ideológico, fue distinto al de las anteriores celebraciones. Entre los invitados distinguidos figuró el vicepresidente del primer Gobierno presidido por Suárez, teniente general De Santiago. Y entre los oradores, junto a los inevitables Bias Piñar, Girón de Velasco y Raimundo Fernández Cuesta, debutó como estrella Luis Jaúdenes, un antiguo colaborador del presidente Arias que se ha jactado siempre de no haber llevado la camisa azul y que enlaza, en un continuo no siempre fácil de sectorizar, con Federico Silva Muñoz, a su vez hermano separado de Alfonso Osorio y de la derecha democristiana de UCD. La retórica de los antiguos ministros de Franco, que no se preocuparon de la «revolución pendiente» del nacionalismo hasta que Franco murió, y del diputado de Unidad Nacional no rebasó las enfadosas cotas de palabrería huera, imágenes cursis (¿pues no presumió el señor Piñar de que Fuerza Nueva contaba con «las más femeninas y las más bellas» de las mujeres españolas?) y patrioterismo trivial de otras ocasiones. Sin embargo, el señor Jaúdenes, ese civil de camisa blanca indistinguible por su anterior carrera política de algunos hombres de UCD, habló con un preocupante nuevo lenguaje de buscar «la unidad y el entendimiento» fuera del Parlamento, con el mismo estilo que, durante la República, algunos dirigentes de la derecha conservadora utilizaban para desenterrar de su tumba al general Pavía y a su célebre caballo. Minimizar la importancia del hecho puede confortar los sectarismos de otro signo. Pero no arregla las cosas.
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