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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El laberinto de ETA (pm)

SEGURAMENTE POR la comprensible tendencia a convertir los deseos en realidades, el secuestro de Javier Rupérez, perpetrado hace una semana, había sido levemente desdramatizado en los últimos días. La impresión de que UCD estaba realizando las gestiones que los hombres de ese partido en el Gobierno no pueden llevar a cabo en nombre del Estado, la infundada confianza en la capacidad de presión sobre los terroristas del Papa, de ilustres personalidades de la opinión mundial y de organizaciones como Amnistía Internacional, y la condena del diputado Bandrés y la toma de distancias de Euskadiko Ezkerra respecto a ETA político-militar, han sido algunos de los factores que explicaban ese optimismo acerca de la inmediata liberación del rehén.También han servido para alentar esas ilusiones los análisis que destacan las diferencias entre ETA (p-m) y sus competidores en las prácticas terroristas. En las declaraciones publicadas por EL PAIS el miércoles pasado, los portavoces de los polis-milis negaban cualquier conexión con los «comandos autónomos», esa expresión del bandidaje sin freno en el que inevitablemente degeneran los movimientos guerrilleros en un país con instituciones democráticas, calificaban de «burradas» sus acciones, consideraban que el asesinato de Germán López «dificulta la salida de los presos» y no vacilaban en denostar a sus perpetradores como «unos irresponsables o una pandilla de provocadores». Aunque no tan rotundas y explícitas, las diferencias de la rama político-militar con ETA militar, emocionalmente ahondadas tras el asesinato de Eduardo Moreno Bergareche, han alcanzado su punto político culminante tras el apoyo de los primeros y el rechazo de los segundos del Estatuto de Guernica.

Sin embargo, el lenguaje evidentemente más articulado y la superior capacidad para exponer argumentaciones -con coherencia formal interna de ETA político-militar respecto a los «autónomos» o los «milis», ni los hace más racionales ni transmite a sus acciones más debilitadas posibilidades de violencia. Las figuras del orate raciocinador y del delirio ideológico que respeta, sin embargo, las reglas de inferencia lógica, suelen caracterizarse por su total alejamiento de la realidad y su absoluta incapacidad para la verdad.

Sucede, así, que ETA político-militar se encuentra encerrada en un círculo vicioso, sangriento e infernal. Por un lado, desaprueba las «burradas» de los «comandos autónomos» o de los «milis», señala que sus acciones son irresponsables, provocadoras y perjudiciales para las medidas de gracia, y trata de situar en una perspectiva política su propia lucha armada. Pero, por otro, la sombría competencia con sus rivales en el campo terrorista, el temor a ver desbancado su protagonismo, y la incontrolable lógica interna de¡ recurso a la violencia para cubrir objetivos políticos les conduce de forma irremisible a la atroz carnicería de Barajas, Chamartín y Atocha, al callejón sin aparente salida del secuestro de Javier Rupérez y a recibir como un bumerán los duros calificativos por ellos mismos dirigidos a los asesinos de German López.

En las ya citadas declaraciones a EL PAIS, ETA politico-militar, tras reconocer que el Estatuto de Guernica «es realmente una alternativa para todos los problemas concretos que se plantean en Euskadi», de condenar la «demagogia» de Herri Batasuna y su ceguera en un momento en que «la gente ya vislumbra cosas concretas» y de hacer un llamamiento para que «la izquierda vasca sea capaz de crear un programa y un nivel de unidad », da una cabriola circense para autodesignarse guardián, garante y protector armado de la clase trabajadora. «Pierde el tiempo», dicen, «quien nos plantee el cese definitivo de la lucha armada», pues los polis-milis acudirán presurosos con sus metralletas y sus cargas de goma-2 «para arrancar las transferencias y la amnistía» al Gobierno de Madrid, y también para impedir que un patrón nacionalista vasco expulse «injustamente a cinco trabajadores de un taller de cien obreros».

Con alguna frecuencia, los dirigentes etarras o sus portavoces se muestran «dolidos», irritados o enfurecidos por los juicios o los calificativos que las nada mortíferas máquinas de los periodistas escriben. Pero realmente resulta difícil no llamar secuestrador a un secuestrador, asesino a un asesino y orate a un doctrinario. En esa arrogante autoproclamación de los polis-milis como vanguardia hay evidentemente elementos ideológicos de las prácticas leninistas posteriores a la revolución de 1905, tan profundamente deudoras del populismo ruso de las décadas anteriores. Pero no debe dejarse a un lacio, como factor coadyuvante, el infantilismo revolucionario en un doble sentido: de inmadurez voluntarista y de lecturas de todos los comics y películas con protagonista justiciero -desde Juan Centella a Superman, pasando por el Coyote, el Guerrero del Antifaz y el Capitán Trueno- que en el mundo han sido. Esta herencia del joven Lenin, por un lado, y de Roberto Alcázar, por otro, explica la incoherencia de que los polis-milis propugnen la «unidad de la izquierda» y, a la vez, arrojen al basurero de la historia a los trabajadores socialistas y comunistas que condenan sus crímenes y atentados.

En el comunicado en que anuncia el endurecimiento de su postura y exige ominosamente que «el Gobierno ceda antes de que acaben las posibilidades de mantener al secuestrado con vida», ETA político-militar trata de arrojar sus intransferibles responsabilidades sobre un espectro increíblemente amplio de falsos culpables: el Gobierno, el Papa, el Parlamento Europeo, el PSOE, las multinacionales, el PCE, la OTAN, Amnesty International, la CEOE y, en general, «todos los hipócritas del mundo entero ni. El héroe justiciero, como en una rancia película del Far-West, contempla con tristeza y con hastío cómo el mundo de los corruptos y los traidores se resiste a ser reformado a sangre y fuego y a aceptar sus dictados.

En cualquier caso, lo que está. fuera de duda es que la vida de Javier Rupérez se halla seriamente amenazada, como lo estuvo la de Gabriel Cisneros hace cuatro meses. Si se recuerda que los seis muertos en el atentado del mes de julio en Madrid fueron fanáticamente endosados por ETA político-militar al Gobierno, las advertencias del último comunicado no deben echarse en saco roto. Que sea objetivamente insostenible la autojustificación disculpatoria de los secuestradores nada tiene que ver con el hecho de que las amenazas puedan cumplirse. Durante esta última semana se ha hablado con frecuencia de los paralelismos entre el «asunto Moro» y el secuestro de Rupérez. Nadie debería olvidar que, en las crispadas semanas que precedieron al asesinato del primer ministro, los esfuerzos por salvar su vida, realizados no sólo por el Vaticano, sino también por el Partido Socialista de Craxi y los radicales, tropezaron con los escollos de un excesivo sentido de la dignidad del Estado, propiciado por los grupos hegemónicos de la Democracia Cristiana y por el Partido Comunista. No vendría mal que los responsables de dirigir y orientar este delicado asunto, en el que está excluida la aceptación por el Estado del chantaje terrorista en sus estrictos términos intimidatorios, pero no la apertura de canales de diálogo o incluso negociación en otros terrenos, y en el que no sólo el Gobierno tiene que «salvar la cara», leyeran las discutibles, pero sugestivas, reflexiones de Leonardo Sciascia sobre el «caso Moro".

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