El Estatuto de Galicia: entre el temor y la ambigüedad
HOY SE inicia en la Comisión Constitucional el debate sobre el Estatuto de Galicia, en un clima de expectación plenamente justificado. Al fin y al cabo, el resultado de esa discusión va a marcar, -de alguna manera, la orientación de todo el proceso autonómico en curso. Como es sabido, las reuniones de la comisión mixta de parlamentarios gallegos y diputados finalizó en una apoteosis de confusión. Los desacuerdos dentro de UC y la rebelión de los barones centristas gallegos frente a la fórmula transaccional del apartado 4 del artículo 32 -votada solamente por Pío Cabanillas y Pérez Puga- recibieron el apoyo de los socialistas, tironeados entre la tentación de cierto oportunismo electoral y alguna demagogia ante sus bases, por un lado, y el sentido de la responsabilidad claramente subyacente en el eufemismo utilizado por Felipe González -«racionalizar el proceso autonómico»- para aludir al problema. La transición hacia la democracia ha abusado en de masía de la fórmula de aplazar las cuestiones más candentes, mediante el procedimiento de soslayarlas o, peor aún, de abordarlas en apariencia y de responderlas con el lenguaje de la ambigüedad. El defecto de ese sistema para sus inventores es que no puede utilizarse indefinidamente, ya que, antes o después, los problemas diferidos, y en ocasiones enconados o agravados por la demora, terminan por golpear imperiosamente a la puerta para exigir una solución definitiva. Tal ocurre ahora con el tema de la estructura del Estado.
La idea de un Estado de autonomías, instrumentado en el título VIII de la Constitución, buscaba una salida para que las inevitables instituciones de autogobierno de Cataluña y Euskadi no fueran resentidas como un privilegio por otros territorios españoles, a los que se brindaba la posibilidad de alcanzar regímenes autonómicos para administrar mejor sus recursos y acercar a los ciudadanos a los centros de decisiones. La fórmula, inventada, en parte, para anegar en los espesores del derecho administrativo lo que era en realidad un diáfano problema político, fue, en buena medida, un procedimiento para ganar tiempo y para vender mejor en determinados medios institucionales las autonomías catalana y vasca. Pero su propia dinámica, acelerada por lasubasta demagógica en la que han pujado la mayoría de los partidos, ha terminado por transformar el autonomismo, en un mito ilógico, que, en ocasiones, lleva a la identificación de democracia con particularismo, de libertad con insolidaridad, de autogobierno con taifismo y de progresismo con privilegios.
La superación del centralismo tendría que partir de que el ahora aborrecido jacobinismo, la ideología y la práctica revolucionarias de la burguesía frente al feudalismo, se propuso, entre otras cosas, la erradicación del caciquismo, esa lacra que en Galicia no concluyó con el conde de Bugallal, sino que surge ahora más viva y rozagante que nunca. Un estatuto de autonomía que estableciera mecanismos institucionales para conservar, e incluso intensificar, esas prácticas, difícilmente podría ser defendido por quienes inscriben en sus banderas -centristas o socialistas- lemas de modernización y progreso. Por lo demás, la pretensión de que los graves azotes del subdesarrollo, la emigración, el paro y la pobreza -comunes a Galicia y a Andalucía, separadas, sin embargo, por los problemas específicamente idiomáticos gallegos y por los diferentes regímenes de tenencia de la tierra en. arribas comunidades- van a resolverse mágicamente con las superestructuras de las instituciones de autogobierno es evidentemente ilusoria. Lo único seguro, a este respecto, es que la clase política subalterna tiene mucho que ganar con la multiplicación de escaños y de cargos que las autonomías implican.
A diferencia de un Estado federal, un Estado de autonomías significa, por definición, un sistema diferenciado, en el que las diversas entidades territoriales que lo integran desempeñan funciones también diversas. Por eso carece de sentido proponer un «Estatuto tipo», algo así como un traje de la misma talla para todos los clientes, cualquiera que sea su estatura y corpulencia. En cambio, es indispensable ofrecer un sistema racional, comprensible y operativo que permita saber qué materias son competencia del Estado y en qué medida puede éste ejercerlas.
La tentación de ganar tiempo mediante regateos, indefiniciones, subterfugios legalistas y ambigüedades va a marcar probablemente la tónica del debate de la Comisión Constitucional sobre el Estatuto de Galicia. Pero ni el derecho del pueblo gallego a la autonomía debería depender de lo que, en uno u otro momento, resuelvan interpretar a su arbitrio quienes dicen hablar en su nombre (aunque residan en Madrid), ni la democracia es compatible con la aprobación de vagorosos textos, cuyo significado real queda exclusivamente al alcance de unos especialistas o de quienes -como dirían los argentinos- «están en la pomada». Los ciudadanos de a pie merecen algo más que ese barullo inviable de competencias -exclusivas - pero - compartidas, de potestades legislativas sometidas a normas reglamentarias y de facultades atribuidas «sin perjuicio» de lo que establecen preceptos constitucionales que claramente dicen que esas atribuciones son improcedentes.
Los estatutos que -como el gallego- siguen la vía del artículo 151 de la Constitución, que no es la única posible y, tal vez, ni siquiera la más recomendable, no se arrumban como un trasto viejo si la Asamblea de Parlamentarios y la Comisión Constitucional no llegan a un acuerdo. El texto, en tal caso, se convierte en un proyecto de ley que pueden dictaminar, debatir y votar los representantes elegidos por todos los españoles. Si las luchas intestinas de UCD y las malas costumbres aprendidas por el PSOE de su lectura del Martín Fierro -empollar las crías en un lugar, pero gritar en otro- hicieran imposible un acuerdo inequívoco y claro sobre el Estatuto de Galicia, sería más honesto e infinitamente más democrático abandonar la vía rápida del artículo 151 que buscar una de esas embarulladas y ambiguas fórmulas de falso consenso, más propias de una película de los hermanos Marx que de un texto de derecho público.
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