_
_
_
_

Duras críticas de Umbral a Baroja, Galdós y Machado

Charla del escritor en torno a la generación del 98

«España es un país muy duro. Hay que demostrar todos los días quién es uno», dijo Francisco Umbral al principio de su charla-coloquio en el Café Literario del Museo de Cera de Madrid el pasado viernes. Rodeado de las figuras del 98, cometió Umbral algo que en pocas tertulias se permite: se dedicó a criticarles delante de ellos, aunque estuvieran en efigie, para escándalo y delicia de la concurrencia. Tan cruel como Borges, al que dedicó un recuerdo final, Umbral, que fue definido por Andrés Amorós como «un clásico», puso en su lugar a Machado y Azorín, a Baroja y a Galdós y prefirió a Valle-Inclán y a Juan Ramón Jiménez.

En la luz confusa del Museo de Cera, en la esquina dedicada a ese café de principios de siglo, el propio Umbral, sentado junto a un Baroja emboinado y taciturno, hizo una primera reflexión sobre la vida de café. Tras adjudicarla, herencias griegas aparte, a esas casas incómodas, frías y generalmente pobres del gremio de escritores, periodistas, profesores y gentes del intelecto, definió el café como «campo de batalla» y como «campo de cultivo de ese tipo de escritor curioso que es el escritor oral». Citando a Oscar Wilde («en mi obra sólo he puesto el talento. El genio lo he puesto en mi vida»), dijo que muchos escritores españoles ponían el genio en el café. En la obra, muchos, ni talento ni casi nada.El café como centro de vida democrática es donde se define la llamada república de las letras, «precisamente como república y no como monarquía», donde se encuentran las ideologías dispares: «Después de la guerra», dijo, «los que no tomaban café en Carabanchel y podían tomarlo en el Gijón, dirimían sus diferencias alrededor de una mesa, con las heridas aún abiertas. Sabían, unos y otros, que la batalla era de ingenio, y la vía, el diálogo: un diálogo a gritos que es la forma de convivir los españoles.» Y ya pasó a comentar las figuras de sus contertulios de la noche después de decir que «lo que a mí me gustaría en realidad es estar aquí, pero en cera. Ya ven: me lo están haciendo ganar a pulso».

De dos en dos fue enfrentando la curiosa tertulia y diciendo quiénes eran buenos y quiénes malos. Ortega y Unamuno fueron los primeros y la preferencia de Umbral por Ortega estaba clara. Entre Valle-Inclán y Benavente, tampoco podía haber sorpresas: aparecía en escena Benavente vestido de Crispín, «personaje», dijo Umbral, «que él creía inmortal, pero que yo creo que está bastante muerto». Luego vino Rafael el Gallo, el torero desparejado («como no sea con el burro de Juan Ramón», dijo, y lo dijo por Platero, a quien esta vez le habían dejado tomar en el café suaves flores de la mano de su autor, no se piense mal). Menéndez Pidal, que se encontraba con el conde de Romanones, eran, el uno, la vida retirada, la investigación, el trabajo diario, y el otro, las catacumbas de la política, «el hombre de las manos sucias, que, como nos enseñó Sartre, es otra forma de moral».

Cuando entró en Galdós y Baroja empezaron a oírse las que parte del público consideró barbaridades: para empezar, dijo: «A mí no me interesan nada. Escribían muy mal.» Galdós, «el Balzac español, podía escribir cosas tan inadmisibles como que una heroína llora a moco tendido». «Baroja tiene un estilo insoportable y descuidado. Desastroso.» Y tras un paso fugaz por la figura de Pepe Isbert, que hacía el camarero de esta película, comenzó la que iba a ser otra defenestración simbólica y una defensa apasionada: Machado, defenestrado, y Juan Ramón Jiménez, reconocido como verdadero poeta. De Machado dijo que era «el último poeta del XIX», «un Campoamor con talento». De su última época, «un verdadero espanto. Se olvidó de su propia frase: el intelecto no canta, para hacer doloras». «Le hizo mucho daño Castilla», dijo. «A mí me gusta cuando le sale el Manuel Machado, el andaluz que había en él.»

Entre Lorca y Pemán -«nadie se da cuenta de que Pemán es un poeta del veintisiete y de eso no hay duda. De lo que hay duda es de que si es poeta»- encontró el enlace andaluz, sólo que de las dos Andalucías bien distintas, y, solitario Azorín, le comparó con Cela, a favor, naturalmente, de este último, que posaba fuera de la tertulia, «parecido a un modelo de sastrería». De Azorín, por su famoso silencio, dijo: «Yo siempre he sospechado que es que no tenía nada que decir. Lo único que pasa es que callar da prestigio en un país de voceros como este. Cuando un español calla, o no tiene nada que decir o es policía.» Y así. En cambio, el homenaje a Cela se fue convirtiendo en el obligado a Borges, en la dedicatoria del discurso al argentino, que, después de todo, ha dicho las mismas cosas y de la misma gente. Maldades que, como dijo Umbral, «son demasiadas y demasiado sospechosas y subversivas como para que sea Borges tan reaccionario como dicen. Yo personalmente no creo que lo sea».

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_