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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El referéndum catalán...

La baja participación en el referéndum de Cataluña, inferior, en algunas décimas, a la del País Vasco, constituye la más concluyente prueba de que la semilla del abstencionismo no se cultiva tanto en los invernaderos del independentismo radical como en los baldíos de la apatía ciudadana. Porque en Cataluña la opción independentista, preconizadora del abstencionismo activo, carece de eco popular y de implantación electoral mínimamente significativa, al igual que los grupúsculos de la izquierda extraparlamentaria que le acompañaban en la propuesta. Y, sin embargo, los electores que no han acudido en esta ocasión a las urnas en el Principado representan el 40% del censo, porcentaje superior al registrado en el referéndum constitucional (31,3%), en las elecciones legislativas de marzo (32,3%) y en las elecciones municipales de abril (35,5%).Descartada como absurda la hipótesis de que el fundamentalismo catalanista y el trotskismo puedan dar ni siquiera mínima cuenta de esa indiferencia ciudadana, parece obligado que la clase política y las cúpulas de los grandes partidos de Cataluña y del país entero afronten en serio la preocupante escalada del abstencionismo electoral a lo largo de los últimos diez meses. Las torrenciales lluvias caídas sobre el litoral mediterráneo anteayer únicamente dan cuenta de la débil voluntad participatoria de los ciudadanos que renuncian a ejercer su derecho de voto ante la incomodidad de tener que salir a la calle con paraguas. Y los errores técnicos del censo, con la inflación de las listas, que reduce en cerca de un 10% los votos físicamente posibles, deben dejar de ser un tema de lamentaciones pasivas, como si el Gobierno se doblegara ante la fuerza del destino, para recibir el tratamiento administrativo adecuado.

En cualquier caso, no parece aventurado suponer que la seguridad generalizada de que el Estatuto de Sau sería aprobado ha desmotivado, más allá de lo normal, la participación ciudadana. La partida estaba ganada de antemano, el abstencionismo carecía de significación política y los votos negativos no podían alcanzar -como efectivamente ha ocurrido, con el 7,91 % de «noes» frente al 87,96% de «síes»- los dos dígitos. Ahora bien, la pobre cosecha del período preautonómico y la escasa actividad de la Generalitat provisional han influido probablemente en ese desánimo de los ciudadanos para acudir a las urnas. Como en otros aspectos, la excesiva lentitud y parsimonia del proceso de reforma política iniciado a finales de 1975 ha enfriado los ánimos y entibiado las emociones bastante más allá de lo deseable para una vida pública activa y una participación ciudadana entusiasta. ¿Se habría producido una abstención del 40% si el Estatuto de Autonomía hubiera sido sometido a votación después de la Diada del 11 de septiembre de 1977?

Por lo demás, los primeros análisis detectan una notable afluencia de votantes en las barriadas obreras donde viven los trabajadores inmigrantes y un elevado abstencionismo en las zonas residenciales de la alta burguesía. La mayor disciplina de voto de los electores de izquierda explica en parte ese fenómeno que, de confirmarse, disiparía en gran medida los arriesgados juicios formulados por el señor Rojas Marcos sobre los sentimientos de rechazo de los asalariados de origen andaluz y castellano contra un estatuto que los discriminaría.

En cualquier caso, el referéndum del 25 de octubre no es sino el comienzo de una larga, complicada y seguramente conflictiva vía hacia las instituciones de autogobierno en Cataluña. La efectiva consolidación de ese territorio como una comunidad homogénea, en la que ni el idioma ni el lugar de nacimiento determinen ciudadanías de primero y segundo grados, la pondría a salvo de los fantasmas de la manipulación y de las divisiones artificiales. La aplicación honesta y consecuente de los principios de solidaridad con las regiones más atrasadas de España y la abdicación de cualesquiera privilegios de orden fiscal desvanecería igualmente el recelo de algunos sectores de opinión sobre el significado último de las autonomías. Estos son los desafíos a los que deberán responder los propios catalanes con inteligencia y generosidad. Pero la responsabilidad más grande recaerá, en ese proceso, hacia un verdadero régimen de autonomía, en la Administración central y en el Parlamento. Pues si una estrategia cicatera y dilatoria de las transferencias a la Generalitat por el poder ejecutivo o unas leyes emasculadoras de los ámbitos de competencias de las comunidades autónomas convirtieran las instituciones de autogobierno en una cáscara vacía, la cuestión catalana volvería a ser dentro de pocos años un grave contencioso, planteado eventualmente de manera más agria que en el pasado para la convivencia entre los españoles.

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