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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las crisis de Israel

LA CRISIS en el Gobierno de Israel es más profunda de lo que supone la dimisión de Moshe Dayan como ministro de Asuntos Exteriores. Hay una parte de problema entre militares y civiles: Dayan fue un mito militar universal, basado en unas victorias reales, ampliado por una gran capacidad de propaganda y se resiste ahora a que tierras que conquistó sean «entregadas» a quienes fueron y son sus enemigos. Es una postura típica, representativa de una mentalidad. Pero en Israel el problema entre militares y civiles tiene unas características distintas a las que pueda tener en otro país, porque está prácticamente militarizado y queda muy poco espacio para lo meramente civil o político. Tampoco se puede medir con los clásicos valores de «duros» y «blandos», porque Begin, que aparecería en este caso como «blando», es de una dureza histórica y actual.La crisis se plantea entre lo posible y lo imposible. Y este planteamiento es ya desgarrador, en aquella tierra, porque Israel es una especie de creencia en que lo imposible es siempre imposible, desde lo que fue su fundación hasta nuestros días, y aun desde antes, desde dos milenios más atrás. Un impulso religioso profundo, una unidad de raza -fomentada incluso por sus enemigos-, una respuesta al mundo exterior que fue enormemente agresivo hasta el «holocausto», han podido hacer creer, en los últimos años, que la implantación en la vieja tierra era ya un designio de Dios y el final definitivo de unos largos sufrimientos; de ahí a la idea de expansión no hay más que un paso psicológico, que la mayoría de los ciudadanos del nuevo Estado y sus correligionarios del mundo dieron casi insensiblemente. El tropiezo con la realidad supone un límite para quienes no estaban dispuestos a aceptar ninguno. Desde hace años, ya, Israel se encuentra con límites. El más áspero pasa, sin duda, por la necesidad, cada vez mayor, de reconocer en la forma que sea la existencia y los derechos del pueblo palestino, y la posibilidad de que ocupe un territorio que Israel considera como suyo o, al menos, como de su total influencia. Si esta posibilidad tiene el nombre de OLP y la personalidad de Arafat, como podría suceder, la crisis profunda -más allá de lo político- es grave. El pedestal que incluso Estados Unidos está poniendo a Arafat -su visita a Suárez forma parte de ese conjunto de actualización y revalorización- hace sospechar que lo que se considera como enorme desgracia puede pasar.

Del impulso triunfalista al miedo a la destrucción total se pasa con facilidad en un pueblo con tan dramática historia y en un país con condiciones tan precarias. Cualquier tipo de especulación política, cualquier forma de entrar en el camino de lo posible, se convierte en Israel en una cuestión de vida o muerte. Desbordando por debajo la realidad, como antes se desbordaba por arriba. Desde una objetividad lejana, no hay ninguna posibilidad de destrucción del Estado de Israel; ni aparece como deseable para nadie, a condición de que los palestinos no sufran, a su vez, persecución y exterminio. Es evidente que no se trata de cambiar de víctimas históricas, sino de evitarlas.

Israel creyó con demasiada facilidad que las conversaciones de Camp David significaban la conversión del enemigo egipcio -otro designio superior- y que probablemente el cumplimiento de las condiciones precisas podría soslayarse; pero no es así. Que una parte importante del país -el Gobierno de Begin, el Tribunal Supremo- apoye el principio del cumplimiento es bueno para Israel, es bueno para todos. Tendrá que seguir adelante. Y conformarse con una posición más humilde que la soñada en la escala de las naciones. Pero, indudablemente, dentro de ella, y los reconocimientos diplomáticos aún le faltan: entre ellos, el español.

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