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Periodistas o ingenieros de almas

Hace algunos meses, el presidente de la Federación de Asociaciones de Prensa de España encabezó una vigorosa campaña en pro de la elevación de la dignidad profesional y social de los periodistas, cuyos elogiables propósitos no estuvieron adecuadamente servidos por los medios puestos en práctica para llevarla a cabo. El señor Ansón, en efecto, sigue siendo víctima de ese deslumbramiento, entre decimonónico y subdesarrollado, que produce en las sociedades semicultas la posesión de un título universitario, y cree, seguramente de buena fe, que la aspiración suprema de un ser humano es colgar en las paredes de su despacho uno de esos diplomas rubricados y sellados que acreditan la condición de licenciado. Lo que distingue, sin embargo, a una sociedad evolucionada de otra atrasada es precisamente que a la gente se le juzga por sus obras y no por sus pergaminos. Y en cualquier caso, para los periodistas, una tribu tradicionalmente situada al margen de los convencionalismos y de las moquetas, la obtención de esos títulos nunca ha sido ni una obsesión ni un estímulo, entre otras cosas porque esta profesión está abierta a todo el que sepa escribir, quiera informar y tenga capacidad para opinar.Pero el señor Ansón no sólo quiere salvarnos a los periodistas del purgatorio de los simples bachilleres y transportarnos al paraíso de los licenciados. Además se propone hacerlo a la fuerza y cerrar las puertas de la profesión a quienes no quieran realizar ese viaje. Y para culminación de los absurdos y delirios, este nuevo Virgilio, cicerone coercitivo y paternal de sus atónitos colegas, pretende además que no valga cualquier título universitario, sino tan sólo el que expide la facultad de Ciencias (?) de la Información. Aunque pueda aspirar a ser diplomático o técnico comercial del Estado cualquier licenciado en facultades humanistas, y aunque la calificación de «técnico superior titulado» en una empresa puede acreditarse con cualquier diploma universitario, el señor Ansón dobla su inaceptable exigencia de la licenciatura de enseñanza superior para ser periodista con la pretensión, simplemente ridícula, de que además no sea válido otro título que el expedido por la facultad de Ciencias de la Información. Así, a un periodista especializado en información económica no le bastaría con ser licenciado en Ciencias Económicas, ni al encargado de las páginas científicas con haber obtenido su título en la facultad de Físicas, ni al redactor de un suplemento cultural con ser licenciado de Filosofía y Letras. El señor Ansón cree, como Stalin, de los escritores que un periodista es un «ingeniero de almas» y que sólo la facultad de Ciencias de la Información tiene el secreto de esa tecnología espiritual.

Pero tras el anuncio de la inminente firma de un acuerdo entre el señor Ansón, en nombre de la Federación de Asociaciones de Prensa, y el señor Ferrer Salat, en nombre de la CEOE, para que las empresas adscritas a esa organización empresarial contraten periodistas con carnet para sus gabinetes informativos, cabe concluir que el presidente de la Federación de Asociaciones de la Prensa no sólo se equivoca acerca de los medios apropiados para dar dignidad a nuestra profesión, sino que además está en contra de que exista. También en este terreno la voluntad de subdesarrollo, nivel caracterizado por la confusión de los papeles sociales y la tendencia a ejercerlos de manera simultánea, y la añoranza por los gremios monopolistas de oferta de la Edad Media, resultan transparentes. Nadie puede estar en contra de que las empresas organicen gabinetes informativos y contraten al personal que consideren adecuado para dirigirlos. Y es incluso natural que busquen hombres y mujeres con experiencia periodística para esa labor. Pero resulta todavía más evidente que, desde el mismo momento en que un profesional de la prensa abandona la redacción de un diario o una revista, e ingresa en una empresa de productos químicos o de ropa interior de señora (desde luego, en el ejercicio de su libre arbitrio y sin que nadie pueda censurar su decisión), deja automáticamente de ser periodista. Porque nuestra profesión tiene como nota diferencial la independencia y es incompatible con trabajar a sueldo para hacer los elogios de un detergente o de una marca de bragas.

Y no se trata sólo de los gabinetes informativos de las empresas. Estimables antiguos colegas, como el señor Meliá, actual secretario de Estado para la Información, o el señor Ysart, adjunto del señor Abril Martorell, han colocado de hecho -y sería deseable que también de derecho- su condición de periodistas entre paréntesis al hipotecar su independencia y aceptar los trabajos y los sueldos del Gobierno. Nada podemos ni queremos decir que pueda ser interpretado como una crítica, ni aun velada, contra sus personas y sus conductas. Han realizado una elección en sí misma respetable. Pero, desde luego, sería muy difícil, por no decir imposible, que alguien en su sano juicio considerara que el señor Meliá está ejerciendo ahora su cargo como periodista.

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El señor Ansón, sin embargo, parece tan lanzado en su mal viaje hacia las sordideces del pasado que no sólo quiere intoxicar a los periodistas con los perfumados efluvios del prestigio decimonónico de los títulos universitarios. Pretende además hacernos ingresar colectivamente en el universo de las novelas de Galdós y convertirnos en funcionarios del Estado o en empleados de la industria y el comercio. Tanto el señor Ansón como el resto de nuestros colegas que quieran seguirle tienen todo el derecho del mundo y todas las bendiciones del cielo para hacerlo. Pero, por favor, que dejen de considerarse periodistas y, sobre todo, que nos permitan a los demás seguir siéndolo.

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