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MÚSICA

Federico Mompou, premio Nacional de Música

Hace sólo quince días escribíamos sobre Federico Mompou con motivo de su investidura como doctor honoris causa de la Universidad de Barcelona. Ahora, el gran músico de la soledad sonora y la música callada recibe el máximo galardón que el Estado concede: el Premio Nacional de Música, dotado con un millón de pesetas.Como es sabido, por una orden ministerial de 31 de octubre del pasado año, se creó este premio anual, de características nuevas entre nosotros y usuales en varios países extranjeros. Por una parte, el Premio se concede sin previo concurso; por otra, está destinado a distinguir a una persona o entidad españolas que hayan prestado servicios eminentes a la música: compositor, intérprete, musicólogo, agrupación coral o instrumental, asociación de promoción musical, etcétera. En fin, el ministro de Cultura otorga cada año el Premio Nacional, previo asesoramiento de una comisión competente en la materia, presidida por el director general de Música.

Por primera vez, el Premio Nacional, en su nueva modalidad, recayó en Victoria de los Angeles. Ahora, por propuesta unánime, corresponde a otro catalán-español-universal: el decano de los compositores grandes de nuestra patria: Federico Mompou.

Tres dimensiones

He escrito catalán-español-universal y al hacerlo no sirvo ninguna convencionalidad al uso. Apunto tres dimensiones verdaderas del hombre, el artista y su obra. Más que verdaderas: esenciales, como todo lo que se refiere a Mompou, «uno de esos raros artistas», escribe Vuillermoz en 1921, «que transforman todo lo que tocan, que saben sacar sortilegios y evocaciones mágicas de los elementos musicales más sencillos; uno de esos seres nacidos para arrancar un alma a todos los sonidos difundidos en la naturaleza».Cuando Federico Mompou trabaja sobre un breve diseño popular, evoca los personajes y las voces de la calle; transmuta a Chopin; entona, los Improperia, poetiza, en la voz y el piano, a san Juan de la Cruz., asume la recóndita palabra del gallego Ramón Cabanillas o coincide con Paul Valéry en los Charmes, no hace sino interiorizar mundos, ahondar en las últimas razones del paisaje, el piano, la espiritualidad o la poesía. Si tras lento despojar alcanza lo esencial, la obra está conseguida. Y su resonancia, como la de las campanas que Mompou niño ayudaba a «afinar», llega lejos, muy lejos. Lo que a Salazar, en principio, pudo parecer impalpable dejo popular, vaguedad e imprecisión buscada, se instaló hace tiempo como precisión tan refinada, firme y escueta como la caligrafía del músico.

Música que perdura

«Estos sonidos recorrerán el mundo», dijo alguien al escuchar las notas de Falla. De los sonidos de Mompou pudo aventurarse que persistirían, con esa obstinación de las verdades en voz baja, con esa penetración de melodías y armonías en estado puro. Nunca elementales, que es otra cosa, ya que la extremada pureza de la música de Mompou es el triunfo del prolongado esfuerzo, el resultado de la búsqueda sobre el teclado del piano, el viaje de vuelta del viejo sabio que alcanza a expresarse como un niño. «El retorno a los comienzos»: he aquí un leitmotiv de la ideología de Mompou, al que arriba, una y otra vez, en un proceso encantatorio.Gerardo Diego habla del sentido estético, mágico, de esta música. «Si hay movimiento en ella, y es inevitable, pues, que la música es movimiento por definición, es un movimiento circular característico del éxtasis. Por lo demás, los aires y ritmos de Mompou han nacido con vocación de quietismo, y se diría que su música no comienza verdaderamente sino después que se ha evadido en el profundo silencio diáfano de su conclusión.»

La obra entera de Mompou, desde Impresiones íntimas, Pessebres y L'hora gris, hasta El pont (homenaje a Casals) y La Vaca Cega, sobre Maragall, circula por el mundo: gira en discos, se difunde en las salas de concierto, tantas veces llevada por el mismo compositor, desde Nueva York a Irlanda, desde Japón a Varsovia. El interés por una de las aportaciones musicales más singulares de nuestro siglo crece sin cesar: obras de Roger Prevel (Ginebra), Nicholas Meeus (Lovaina), Joanne Marie Huot (Washington), Santiago Kastner y Antonio Iglesias (Madrid); largos ensayos de Jankelevitch, Manuel Valls, Vuillermoz, Collet, Starkie, Chase, Montsalvatge, Diego, Moreaux, Schwerké; la extensa «vida» de Clara Janés, son tan sólo índices de una bibliografía iniciada con las primeras apariciones de Mompou en París y continuada hasta hoy. Muchos quieren desentrañar el misterio y el valor de una obra que, como ha dicho Oriol Martorell en la universidad barcelonesa, «define y acrecienta cada vez más el papel de auténtico patriarca de la música catalana».

Por su significación y validez de mensaje, no sólo aumentan en consideración universal los pentagramas de Mompou; cobran nueva vida en el interés del público y los intérpretes jóvenes. Algún compositor, como Mestres-Quadreny, ha ensayado la penetración de la «música callada» en el lenguaje instrumental de la vanguardia. Y es que la obra de Mompou no habita al margen del tiempo, como pudo decirse en más de una ocasión; es de todos los tiempos, ha demostrado su capacidad de perdurar. Signo inequívoco de que nos hallamos ante gran música.

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