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Los laboristas británicos aprueban la extensión de las nacionalizaciones

A los acordes de «Bandera roja», pero con un solo puño en alto entre los miembros de su ejecutiva nacional, el Partido Laborista británico clausuró ayer su 78.º congreso nacional, aparentemente uno de los más cruciales de su historia y, sin ninguna duda, uno de los más movidos. La conferencia aprobó unánimemente una moción del Sindicato de Empleados Públicos pidiendo la extensión de las nacionalizaciones y el control por el Estado de «los monopolios importantes y las instituciones financieras». Por el contrario, fue rechazada una propuesta que solicitaba la nacionalización de doscientas empresas británicas.

Pero sería pueril pensar, como algunos comentarios alarmistas en la prensa conservadora londinense sugieren, que un partido cargado de historia y de experiencia, tanto en el Gobierno como en la oposición, y con la tradicional política del laborismo británico, esté a punto de desintegrarse o de caer en mano de la izquierda más totalitaria.Y no lo está por muchas razones, pero la más importante porque su electorado, sus votantes, que ascendieron a once millones y medio en las últimas generales, desea que el Labour Party siga siendo un partido fundamentalmente de centro-izquierda, moderado en sus concepciones políticas y decidido partidario de una economía de mercado en la que se combinen, como declaró ayer su líder, James Callaghan, la libertad individual y el intervencionismo del Estado.

Basta decir que la «bestia negra para la derecha británica», el ex secretario de Energía Anthony Wedwood-Benn, o Tony Benn, como prefiere llamarse el interesado para olvidar o hacer olvidar el título nobiliario de su padre, se ha opuesto con todas sus fuerzas a que la conferencia aprobase una moción en la que se pedía la nacionalización de doscientas empresas británicas. Como declaró recientemente sir Harold Wilson, si Tony Benn apareciera en Rusia sería enviado a Siberia en dos semanas por sus opiniones políticas.

Pero, en efecto, la conferencia ha presenciado enfrentamientos directos entre los sectores izquierdista y moderado, en los que el primero se llevó el gato al agua en dos de tres votaciones. La izquierda ha obtenido dos triunfos importantes: que los candidatos se sometan a la reelección automática por el comité local del partido antes de cada elección y que la ejecutiva nacional, dominada por el sector avanzado, tenga la responsabilidad final en la redacción del manifiesto electoral, que, salvo catástrofe conservadora, no será presentado al electorado hasta 1984.

Sin embargo, esas mociones han sido subsumidas en una encuesta más amplia sobre el funcionamiento del partido, que deberá someter sus conclusiones al congreso anual del próximo año. En esa comisión de encuesta, los sindicatos, que son los banqueros del Partido Laborista, tendrán una representación decisiva. En estos momentos, los sindicatos no desean un partido radicalizado. Incluso han llegado a amenazar con que si se produce un giro demasiado a la izquierda los Trade Unions reconsiderarían su política de subvenciones al Labour Party.

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Callaghan, chivo expiatorio

Pero ha habido un chivo expiatorio en la conferencia. Y éste ha sido predeciblemente James Callaghan, que ha pagado los vidrios rotos por la pérdida de las elecciones generales. Pero su elección unánime como líder del partido el pasado mayo le da tiempo hasta noviembre de 1980 para recomponer su estrategia.Y esta estrategia estará basada en la búsqueda de un nuevo jefe. Porque evidentemente Callaghan no será el nuevo líder laborista. No sólo cuenta su edad, 67 años, sino el hecho de que su prestigio ha salido disminuido de la conferencia.

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