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Cartas a dos personajes

Personajes, además de personas, sois los dos destinatarios de esta carta. Ser ministro de Cultura y ser alcalde de Madrid, ¿acaso no le convierte a uno en personaje, en persona de la cual hablan con frecuencia los diarios, a la cual asedia de continuo la avidez de los pretendientes y con cuya efigie, pintada por un Goya o por un Orbaneja, crecerá un día la galería de retratos de un palacio oficial? Pues a los dos personajes que ambos sois quiero escribir, y precisamente en relación con el tema que a los dos os afecta: el papel de Madrid en el incremento y en la gestión de esta menesterosa criatura a que solemos llamar «cultura española».No soy madrileño y nunca he querido ser madrileñista, aunque Arniches y el género chico tengan para mí muy real y algo melancólico encanto; siempre me he visto a mí mismo como un español provinciano -vaya: o como un español europeo- residente en Madrid. Pero esta condición mía, y con ella la vidriosa situación por la que el prestigio de la vida madrileña está atravesando, me mueven a reflexionar de nuevo sobre lo que Madrid es, no es y debe ser. Madrid es a la vez, bien que no tan cuidadosa y eficazmente como debiera serio, capital de España, ciudad de Occidente y concapital de un idioma, éste que todos llamamos castellano y muchos, tanta es nuestra ambición, sólo nos conformamos llamándole castellano y español. Las tres dimensiones de la realidad de Madrid tienen que ver con la cultura, porque no sólo funciones políticas y administrativas debe llevar consigo la capitalidad de un país, y a cada una de las tres corresponde, en consecuencia, su respectivo deber cultural. Pues bien, dejadme deciros epistolarmente, porque de los dos es común y no leve incumbencia, cómo veo yo el tocante a la primera de ellas: Madrid, en tanto que capital de España; Madrid, en cuanto que centro político de un Estado que integran varias -no se sabe cuántas- nacionalidades y varias -no se sabe cuántas- regiones; Madrid, rompeolas de casi todos los descontentos colectivos que los españoles sienten.

En tanto que capital de España, y siendo España lo que de hecho es, ¿en qué consiste su deber, por lo que a la cultura atañe? Yo lo veo cifrado en el recto cumplimiento de lo que significan estas cuatro palabras: espejo, modelo, casa y escenario.

Espejo: lugar en que la cultura nacional, toda la cultura nacional, fielmente se refleje. Espejo, por tanto, bien plano y bien terso, no como uno de aquellos que hubo en la calle del Gato. ¿Cómo podrá serio? Por lo pronto, teniendo constantemente en cuenta que España es un país culturalmente diverso. Por imperativo conjunto del idioma y la costumbre, en España hay una cultura castellana, otra catalana, otra gallega y otra vasca. Con buenas razones y punzantes dislates -¿habrá que recordar de nuevo la suerte de Cervantes en la epigrafía callejera?-, la vida diaria lo está poniendo ante los ojos de todos. Más aún: por obra exclusiva de la costumbre, de la historia hecha costumbre, en nuestro país hay también, dentro de la cultura de habla castellana, modalidades estrictamente castellanas o leonesas, y aragonesas, y andaluzas, y canarias, y extremeñas, y asturianas, y murcianas; para no contar lo que en castellano hacen tantos catalanes, valencianos, baleares, gallegos y vascos. ¿Cómo Madrid puede y debe ser espejo de esa múltiple diversidad? Este es el problema.

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Por Dios, no se me conteste recordando la existencia de las llamadas «casas regionales». En lo tocante a la vida intelectual y literaria de la nacionalidad, la región o la provincia que sentimental y acaso nostálgicamente representan, ¿puede afirmarse que esas «casas» sean espejo idóneo? Algo análogo cabe decir, y ahora la cosa es más grave, de las instituciones y las personas que más propia y autorizadamente dan cuerpo a la cultura de Madrid; las «minorías rectoras», como antaño solía decirse, de su vida intelectual y literaria. Entre los hombres que las integran, ¿se conoce en medida suficiente lo que en el orden de la cultura ha sido y está siendo la ancha y diversa España? Entre los madrileños cultos, ¿cuántos son capaces de leer un poema o un ensayo en catalán o en gallego, y cuántos saben realmente cómo anda la vida literaria en Sevilla, Valencia o Zaragoza? ¿Cuántos libros catalanes y gallegos hay en los anaqueles de nuestras librerías?

Modelo: realidad ajena que, por su valía, puede servir de camino para la edificación de la vida propia. En tanto que espejo, la cultura de Madrid debe ser reflejante; en tanto que modelo, la cultura de Madrid tiene la obligación de ser creadora. No cumpliría Madrid sus deberes de capital de España si de su seno no saliesen habitualmente hacia todos los rincones del país creaciones filosóficas, científicas y artísticas -la histología de Cajal, la física de Cabrera, la medicina de Marañón y de Goyanes, el esperpento de Valle-Inclán, el pensamiento y el estilo de Ortega, la lírica de Juan Ramón y de Machado, la novelística de Baroja, la historiografía de Menéndez Pidal y de Asín Palacios, la música de Falla, la pintura de Vázquez Díaz, para no hablar sino de un momento reciente de la vida madrileña- dignas de servir de modelo a los españoles todos; respuestas ejemplares al hecho de vivir españolamente en el mundo y en la historia.

Cuidado: en modo alguno trato de decir que sólo Madrid debe ser modelo cultural de España. En principio, toda ciudad puede y debe serio, y no pocas lo han sido desde hace varios siglos. Modelo para toda España fue, en más de un aspecto, la Barcelona finisecular y noucentista, esa renacida y vigorosa Barcelona en que viven y crean Maragall, Gaudí, el primer Ors, Turró, Augusto Pi y Suñer, Pijoan, Picasso, Casas y Nonell; y acaso hubiera cambiado la suerte de nuestro país si la eficacia nacional de aquel modelo barcelonés hubiese sido la que tanto merecía su eminencia.

Pero vengamos a Madrid. ¿Modelo de España? En alguna medida, sí, sigue siéndolo. Me pregunto, sin embargo, si esa medida es realmente satisfactoria, si en verdad corresponde al nivel demográfico, económico y turístico del Madrid actual; si la cultura de Madrid se halla a la altura de su industria hotelera o de la cifra de sus automóviles; si son de veras «maestros» todos los que aquí por tales pasan. Como ministro de cultura y como alcalde de Madrid, poneos la mano sobre el corazón y daos vosotros mismos la oportuna respuesta.

Casa: ámbito que todos los españoles, cualesquiera que sean su procedencia y su lengua, puedan considerar gratamente vividero; casa, para no salir de nuestro tema, de todos los españoles cultos. Fama tiene Madrid de serio, y el título de «ciudad acogedora» se halla entre los que más general y complacidamente se otorgan a la Villa y Corte. Pero acaso haya otra realidad dentro de ésta; acaso la categoría de «provinciano» pertenezca con indeseable frecuencia a la estimativa cultural del madrileño; acaso en la magnificación del «casticismo madrileño» y en la conversión del «tipo regional» en motivo de hilaridad se haya pasado Madrid de la raya. Mientras el término «provinciano» posea un dejo despectivo o paternalista en la boca o en la pluma de los residentes en Madrid -desconocedores tantas veces de que al lado de Unamuno, Maragall y Rosalía muchos de ellos son provincianos, y aun provincianísimos-, nuestra ciudad no será auténtica casa de la cultura de España.

Escenario: estrado donde todo español eminente, cualesquiera que sean su lengua y su procedencia, pueda comparecer y brillar ante el país entero. Sí, algo se hace en este sentido; pero qué lejos de lo necesario. Una sola pregunta: el tímido germen que años atrás fueron los cursos de Jorge Rubió, Carles Riba y José María de Sagarra en la facultad de Filosofía y Letras de la Ciudad Universitaria, ¿dónde ha quedado? Añádanse a estos nombres todos los que a tal fin brinda la actual cultura española entre Huelva y Gerona,entre Almería y La Coruña. No; en medida suficiente, Madrid no es escenario de nuestra cultura. Hace años me atreví a verter en alejandrinos castellanos los cuatro endecasílabos culminantes del Himne ibèric, de Maragall. Así decían:

Deja la onda marina su canto en cada playa, / mas tierra adentro se oye sólo un eco final, / que de un cabo hasta el otro habla de amor a todos / y se hace poco a poco cántico de hermandad.

«Tierra adentro», terra endins para todas las de España es la de este vituperado y tantas veces desapacible Madrid. Desde él, ¿se alzará un Himno ibérico que dé al de Maragall la respuesta que nuestro tiempo pide?

Me diréis, y con sobrada razón, que conseguir todo esto no es asunto propio de un ministro de Cultura y de un alcalde de Madrid; que tal empeño es cosa de los madrileños mismos, y aun de todos los españoles medianamente animosos. Pero entre tantos y tantos problemas graves y urgentes -el cine y el teatro, las bibliotecas y los monumentos nacionales, el tráfico urbano y la venta ambulante, las arcas vacías, las vaguadas y las escuelas-, algo de esto atañe a vuestra gestión. Acaso lo suficiente para que, si a ello os aplicáis de veras, pueda decirse en el futuro, viéndoos efigiados por un Goya o un Orbaneja en las galerías pictóricas de vuestros palacios respectivos: «Hizo todo lo que pudo para que Madrid llegara a ser, por fin, verdadera capital de España.»

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