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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

EI fantasma de un Gobierno fuerte

LA DECISION del presidente del Gobierno de suspender su viaje a Centroamérica y Estados Unidos responde, sin duda, a las exigencias de la tensa situación por la que atraviesa el país, pero podría repercutir muy negativamente sobre el desarrollo de los acontecimientos si el propio presidente no da una explicación pública al respecto. Hace casi un año, el país entero acogió con alivio. en plena crisis de la operación Galaxia, la noticia de que el Rey no anulaba sus planes y emprendía su proyectado viaje a México, Perú y Argentina. Dado este precedente, la brusca y repentina cancelación de la gira presidencial, casi en las vísperas de iniciarla, reviste una grave significación que sólo una comparecencia pública de Suárez puede desvanecer temores excesivos y situar en sus justos términos el grado de dramatismo de los momentos que vivimos.Suárez tiene que hablar al país y explicar las razones por las que considera necesario no abandonar el territorio nacional. Y también debe justificar su espectacular decisión mediante la adopción de las medidas que su condición de legítimo presidente de un Gobierno elegido democráticamente le permite aplicar para garantizar la paz ciudadana y asegurar la celebración del referéndum popular en el País Vasco y en Cataluña; y para suprimir también todos los intentos de subvertir la legalidad y el orden constitucional.

Quizá no sea superfluo recordar que el presidente del Gobierno, pese a sus defectos o a sus carencias, ostenta el mandato que sus conciudadanos le han otorgado en una consulta popular realizada con todas las garantías hace menos de seis meses, y lo ejerce dentro del marco de una Constitución aprobada por mayoría absoluta en diciembre de 1978. España es una sociedad industrial avanzada, cuna de una vieja cultura y heredera de una rica tradición, habitada por hombres y mujeres que han dejado atrás los estigmas del subdesarrollo, la desnutrición y el analfabetismo, situada en el ámbito geopolítico de la civilización europea y necesitada de instituciones políticas propias de su grado de madurez social, complejidad económica e importancia internacional. Esa frase que se ha difundido como una consigna y que afirma que España está enferma es, desgraciadamente, algo más que una bobada retórica. Se propone entroncar, de alguna manera, con la idea de que «España es diferente» y que sus problemas nada tienen que ver con los que afrontan nuestros vecinos europeos. Pero sólo la mala fe o la ignorancia pueden omitir el hecho cierto de que los desafíos de todo orden a los que tienen que contestar el poder político y el cuerpo social en España son sustancialmente idénticos a los que se plantean en la Gran Bretaña desgarrada por los atentados del IRA, en la Francia donde comienzan a despertar con violencia los brotes de nacionalismo, o en la Italia que sirve de escenario a las sangrientas hazañas de los brigatisti o a las movilizaciones de los autónomos. Una Europa profundamente sacudida por la crisis económica, la inflación, el paro y el descenso relativo de los niveles de vida. Una Europa cuyos índices de delincuencia común, de marginación juvenil y de anomalía social son tan elevados como los de España, aunque seguramente inferiores a los de las grandes ciudades norteamericanas, y que ni sueña en renunciar a sus instituciones democráticas y a sus libertades.

¿Alguien cree, de verdad, que uno de esos llamados gobiernos fuertes, y que en realidad no son otra cosa que gobiernos de fuerza, va a suprimir el terrorismo en el País Vasco de la noche a la mañana? ¿Alguien piensa, en serio, que el Gobierno Suárez, en cuyo crédito figura la audaz maniobra estratégica del Estatuto de Guernica y la instalación de las condiciones para eliminar a plazo medio la amenaza de ETA, está mostrando tibieza o debilidad frente al terrorismo? ¿Tan flacos son de memoria esos truculentos críticos del señor Suárez y del señor Ibáñez Freire como para olvidar que ETA nació durante el anterior régimen y que la inexistencia de libertades y el estado de excepción permanente en el País Vasco no sólo no acabó con esa organización, sino que fortaleció sus cuadros y le suministró una apreciable base popular? ¿O nos están proponiendo ampliar las dimensiones de las atroces prácticas represivas del pasado hasta desembocar en un genocidio del pueblo vasco y en la chilenización del resto del país? Y en esta perspectiva, la sugerencia de que un presunto gobierno fuerte situado al margen o en contra de la Constitución podría resolver los problemas del paro, de la inflación y del estancamiento económico movería a la risa si no fuera por los siniestros designios que se esconden detrás de semejante idea.

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Las fronteras de la irresponsabilidad y de la demencia son tan amplias que nadie puede descartar la posibilidad de una loca intentona de ribetes golpistas a contracorriente de la historia y contra la voluntad de la mayoría de los españoles. Sin embargo, ese escenario es muy poco probable si se toman en consideración las exigencias de una economía y una sociedad tan complejas como la española y el marco geopolítico en el que se inscribe nuestro país. Aparte, claro está, de las resistencias institucionales y sociales con las que tendría que enfrentarse cualquier intento de devolver a España al túnel del tiempo anterior a 1975. Ni el terrorismo ni la crisis económica son nudos gordianos que se puedan cortar con una espada, sino complejos procesos sociales que hay que desatar y desenredar con la colaboración de todos los ciudadanos.

El presidente Suárez debe saber que son muchos los españoles, y no sólo los que votaron a su partido, que le respaldarían si oscuras o violentas maniobras pretendieran desalojarle de una jefatura del Gobierno que conquistó en unas elecciones libres. Sólo los representantes en el Parlamento de la soberanía popular están capacitados para derribar, por los métodos legales, a un Gobierno legítimo. A la vez, hay que pedirle al presidente que esté a la altura de sus responsabilidades, que explique al país los verdaderos perfiles -¿dramáticos o simplemente crispados?- de la situación y que adopte las medidas que la dignidad del poder civil y el respeto a la Constitución puedan requerir en el inmediato futuro. Porque si es preciso acabar con la crisis de autoridad, habrá que empezar -pensamos- por el principio.

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