Fiestas de La Merçe: Latinoaméfica y Lluis Llach en el Liceo
Ocho mil personas en el Palacio de Deportes de Montjuich
Coincidiendo con las fiestas de La Merce, Barcelona se ha volcado este fin de semana en la calle y en los escenarios. Junto a demonios danzantes y dragones escupefuegos, la ciudad se ve inundada de tenderetes y escenarios como los de la plaza de Cataluña o la plaza del Rey. Sin embargo, lo más importante de este fin de semana fueron el llamado Canto libre de Suramérica que reunió en el Palacio de los Deportes de Montjuich a la mayor representación habida hasta hoy de cantantes iberoamericanos, y la actuación de Lluis Llach en el impensado arco del teatro del Liceo.
El canto libre hay que apreciarlo más desde un punto de vista militante que desde uno musical. No es que allí fuera todo malo; es que a los casi ocho mil espectadores enfervorizados les importaba finalmente muy poco lo que sonara allá abajo. Las expectativas nunca son monolíticas, pero en ocasiones como esta lo parecen.Ya desde un comienzo, el Indio Juan, que hacía las veces de presentador-rapsoda, dio el tono épico y solidario al recital. Sus declamaciones en clave heroica no dejaban lugar a dudas: allí estábamos para solidarizamos, para demostrar que el público estaba al lado de los pueblos oprimidos y esto sin matizaciones apreciables. Lo cierto es que aquel recital reunía a representaciones muy típicas de la canción suramericana, comenzando por los Olimareños de Uruguay, que siguen una tradición folklórica semejante a la de los Fronterizos, dotada desde el exilio de un contenido político muy explícito. Sin embargo, la mayor inadecuación entre el medio, el lugar y la ocasión podía comprobarse en los casos de Isabel y Angel Parra y Carlos Mejía Godoy y los de Palacagüina. Con independencia de que la actuación de los primeros no fuera de las más brillantes que hayan tenido, su tipo de canciones, e incluso su presencia escénica, son más propias de un ambiente recogido que del monstruo multitudinario de un palacio de los deportes. De la misma manera, Carlos Mejía Godoy y su gente ofrecían una imagen de sinceridad absoluta y de subdesarrollo literario y musical patentes. Pero es que hay que solidarizarse, y aunque Carlos Mejía Godoy explicara que ésas eran las canciones de lucha de su pueblo, realizadas por ese mismo pueblo, que ha sido sometido durante decenas de años a un genocidio cultura¡ sólo comparable al de Haití, el público aplaude porque hay que solidarizarse. Así no se aprecia el canto de los Parra, sacado de contexto, y se vitorea calurosamente a los de Palacagilina, de una manera tan traída por los pelos como su misma presencia en el festival.
Lo que ya fue grave fue lo de Amparo Ochoa, mexicana, la mejor cantante que pasó por allí mientras la brigada de muralistas iberoamericanos pintaban a su espalda unos lienzos heroicos entre Guayasamin y Rivera. Amparo Ochoa cantó de maravilla, pero tampoco estaba el horno para apreciar sutilezas. La apoteosis final correspondió a Quipalayún, con esa extraña mezcla suya de canción popular americana y coros dignos, del Nabuco de Verdi. Y también daba igual, hasta tal punto que lo más interesante que hicieron, el Manifiesto leído ante el simposio de jóvenes, con una rítmica interesante y una música nada lineal, donde se incluían disonancias y efectos tímbricos poco usuales, pasó inadvertido. El final previsible ante la ausencia del anunciado Silvio Rodríguez, reunió a todos los músicos y pintores en un abrazo final con el público puesto en pie. Fue un gran acto solidario y una pena musical. Ahora quieren repetirlo el próximo julio en Managua liberada; es posible que allí tenga un sentido cultural más amplio.
Llach, en el Liceo
Lluis Llach, sin embargo, trataba de convertir este su primer recital, después de un largo período de descanso en el comienzo de una nueva etapa. Bien es cierto que el marco elegido impresionaba un tanto, pero eso es parte de una historia colateral. El Liceo es una sociedad privada de la burguesía catalana, que en 1902 construía un gran teatro en plenas ramblas dedicado en exclusiva a la ópera y las temporadas de ballet que la sociedad tiene a bien programar. El recital de Lluis Llach era, por tanto, un acontecimiento, y, según él mismo, «es una cuña abierta en este reducto, algo significativo, pero que tampoco representa demasiado en cuanto al trabajo de todos los días que volverá a los pueblos». El recital era barato (250 pesetas) y tenía el atractivo añadido de presentar el último elepé de Llach, que lleva el imperativo título de Somniem (Soñemos). En aquel marco, y rodeado por buenos músicos, entre los que destacaban el teclista Manel Camp y el bajo Alberto Moraleda, Llach optó por un programa que combinaba canciones de lucha y otras que, sin dejar de serlo, abrían mayor espacio a la sensibilidad y la imaginación del oyente. Lo malo es que Llach tiene una increíble tendencia a lo épico, hecho este aceptado por él mismo: «Es cierto que incluso en canciones de corte intimista tengo una tendencia a lo épico. Pueden ser problemas técnicos, pero, sobre todo, una herencia del franquismo, en el seno del cual esta épica se correspondía con la posibilidad de animar a la gente en vez de hundirla aún más en la miseria». Sin embargo, es esta insistencia a lo grandilocuente uno de los pocos fallos reales que se le pueden echar en cara a un autor que se cree y siente lo que hace y que, además, posee una capacidad para la melodía fuera de lo normal. Hubo también canciones como la Mula Sabia, sencillamente malas, o el Campanades a mort, que con la lejanía de su motivación deja cada vez más al descubierto lo manido de sus recursos. En todo caso, este recital fue una muestra de normalización en el trabajo de Llach, sin por ello renunciar a actualidades reivindicativas, como el problema de los maestros o la necesidad de unión entre los países catalanes. Lluis Llach puede ser, y de hecho lo es, un buen cantante y compositor más allá del mito; sólo hace falta que él mismo consiga o quiera desprenderse de ese mismo mito.
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