La Asamblea de la ONU
LA ASAMBLEA General de las Naciones Unidas -el único cuerpo del organismo internacional en el que están re presentados todos sus miembros - ha comenzado su reunión ordinaria anual y nos va a mostrar otra vez, como cada año, un mundo dividido, con zonas bélicas amplias, con los derechos humanos maltratados y cubierto de bases militares con capacidad ofensiva suficiente como para hacer saltar por los aires el planeta. A más de la permanente contradicción de una sociedad de naciones reunida con fines utópicos, que permite unos beneficios llamados naturales a los habitantes de unas zonas y unas desgracias endémicas a los de otras.Pero esto no deja de ser una justificación resignada de la desigualdad. Hoy se tiende a creer que las posibilidades científicas y técnicas son capaces de borrar las desigualdades supuestamente naturales: se han abolido las nociones de raza y se ha llegado a la conclusión de que las desigualdades son fruto de una relación culpable entre explotadores y explotados. Los propios explotadores alimentan esa noción, tratan de lavar su conciencia con determinadas medidas, pero no tienen el impulso suficiente como para analizar la situación. El impulso se dedica más bien a la fabricación de armas de guerra y de instrumentos de dominio que a la postre perpetúen esa situación.
Puede decirse que todo el eje principal de los problemas que se plantean en la ONU está en esa discriminación y en esa desigualdad. Desde la fundación de la ONU, en 1942, se ha progresado notablemente en el intento de calibrar la importancia en las Naciones Unidas de los países explotados. En un principio, el número de miembros incluidos en el área de influencia de Estados Unidos, y después la utilización del derecho de veto de los «grandes» en el Consejo de Seguridad, orientaron las Naciones Unidas en el sentido de un poder compartido por los dos grandes bloques; posteriormente, la admisión incesante de nuevos miembros, que se produce cada año como consecuencia de la descolonización, ha ido aumentando el equilibrio de la Asamblea General, aunque los mecanisinos político-administrativos sigan permitiendo un derecho de veto en el Consejo de Seguridad y Otras corrupciones desequilibradoras.
Un tema como el de Israel y los países árabes, por ejemplo, entre los varios que serán tratados en esta Asamblea, puede merecer un tratamiento más global y la expresión de unos puntos de vista más amplios. Aunque la Asamblea carezca de medios materiales para hacer cumplir las decisiones de su mayoría. Sin embargo, no es un organismo inútil. Es cierto que en los 37 años de existencia de las Naciones Unidas los grandes propósitos de la carta fundacional están sin cumplir, y las catástrofes bélicas y los genocidios continúan, pero hay que pensar que sin este gran parlamento todo podría ser peor.
En los próximos días, la Asamblea General va a nombrar su presidencia para este año. Hay bastantes probabilidades de que corresponda a España: no hay más candidatura que la española y la de Alemania Federal, y cierta moda democrática española, ciertos apoyos muy patentes al gran número de países del Tercer Mundo, pueden hacer que recaiga en España. La presencia del señor Suárez, que viaja la semana próxima a Estados Unidos, daría un esplendor determinado a esa elección. La presidencia es algo más que un protocolo: es la utilización de un reglamento, de un procedimiento, que puede dar resultados prácticos considerables. La aguerrida delegación española, los funcionarios y diplomáticos que la sirven desde hace años, y que han tenido que librar numerosas batallas, conocen lo suficientemente ese mundo del procedimiento como para que su actuación llegue a ser significativa.
Por lo demás, la presencia en la Asamblea, entre otros jefes de Estado, del papa Juan Pablo II y de Fidel Castro, confiere este año un interés singular a la reunión, que esperemos sepa aprovechar una eventual presidencia española.
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