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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

La Iglesia católica y el divorcio

En la sección «Cartas al director» de ese periódico, el padre Martín Descalzo, al comentar mi artículo La Iglesia católica y el tema del divorcio (publicado en EL PAÍS el pasado día 12), me reprocha que haya escrito acerca del documento episcopal sobre la familia sin haberlo leído. Que ello haya sucedido efectivamente así no fue debido a que no quisiera tomarme la molestia de leer dicho documento, sino a que no sabía -puesto que mis contactos personales con los medios eclesiásticos son prácticamente nulos- cómo tener acceso a él, y menos aún que fuera fácil encontrarlo.Me valí, por tanto, de las «amplias referencias aparecidas en la prensa» a que aludía en mi artículo y que estimé suficientes, pues la finalidad que me propuse al escribirlo no fue «vapulear el documento de los obispos» -como podrá comprobar quien lea con detenimiento mi escrito y reflexione sobre su contenido-, sino, además de tratar sobre el divorcio, denunciar la continua interferencia de la Iglesia en los asuntos públicos y que, en el orden jurídico y político, están, a mi juicio, fuera de su competencia. El propio padre Martín Descalzo reconoce que «la Iglesia ha practicado en su historia -y sobre todo en la reciente española- una intolerancia que de algún modo explica el escepticismo de quienes hoy escriben sobre ella». Somos bastantes los que tememos -y me agradaría equivocarme- que esa intolerancia no ha desaparecido en el fondo, aunque se manifieste más suavemente en la forma. En fin, no pude sospechar que los resúmenes aparecidos «en toda la prensa de Madrid» (al parecer con una sola excepción «mínimamente aceptable») fuesen «gravemente tendenciosos y falsificadores», como afirma el padre Martín Descalzo, acusación durísima que pone en entredicho la honestidad informativa de quienes, a la postre, son sus compañeros de profesión.

Volviendo ahora al matrimonio y al divorcio, éntiendo que la Iglesia, si quiere respetar la independencia del Estado, y sin perjuicio de reivindicar para el matrimonio religioso su carácter indisoluble (cuestión que en último término habrá de quedar encomendado a la conciencia de sus fieles), ha de reconocer y respetar la potestad exclusiva del Estado para disciplinar jurídicamente la institución matrimonial en todos sus aspectos, incluido, por supuesto, el de su disolución, sin que la forma canónica pueda servir de pretexto, como viene ocurriendo hasta ahora, para que partes sustanciales de aquella disciplina tengan que regirse por una normativa (el Derecho Canónico) procedente de una autoridad incompetente en el plano legislativo, por muy respetable que dicha autoridad sea en el orden moral. Dicho en otras palabras: no debe haber para el Estado otro matrimonio que el civil (incluso aunque se permita celebrarlo de acuerdo con los ritos de una religión determinada), de suerte que, si se admite el divorcio, a él podrán acogerse sin distinción todos los ciudadanos. Lo que no impide que los católicos, en tanto lo exijan sus convicciones, se consideren moralmente obligados a no hacer uso de ese derecho.

Sé que hay pensadores católicos que suscriben esta tesis; aún más: algunos estiman que ni siquiera bajo la dimensión religiosa del matrimonio el criterio antidivorcista está suficientemente fundado. Para muestra, me remito al excelente artículo de González Ruiz (véase EL PAÍS de 15-9-79), y podría citar otras opiniones en igual o parecido sentido.

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Mas ¿es esta la posición de la Iglesia oficial? ¿Admitirá la Iglesia, sin tratar por todos los medios de impedirlo, que el Estado establezca el divorcio para todos, sin discriminar a los particulares según las creencias que profesaban cuando se casaron? Por ahora, al menos, no, y esto el padre Martín Descalzo lo sabe tan bien o mejor que yo.

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