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La pasión por el barroco musical

En el festival de Santander el llenazo, el hondo silencio y las aclamaciones han sido para el Vivaldi de «I Musici», de Roma. El curso sobre música barroca en El Escorial, que ahora termina, marca una fecha en la simpática pedagogía veraniega: tuvo los defectos inevitables de todo lo que se inicia, pero al reunir cada día, sin excepción, clases, conferencia y concierto, fija la pauta de lo que debe de ser la enseñanza viva, la tarea abierta y cultural del misicólogo. El ambiente, lo realmente creador, era extraordinario, en el afán, en el humor y en la misma crítica, que sabía distinguit al oír entre la improvisación, el refrito, la hoja de diccionario y la conferencia inédita, preparada y «servicial». Tan importante es el eficaz diálogo entre la Dirección General de Música y la Sociedad de Musicología que lo hecho -revista a la europea, cátedra, cursos- permanece ya como intocable. Claro que sin la persona esto no hubiera sido posible, y por eso, en el curso de El Escorial había un clima de espontáneo y continuo homenaje al agustino Samuel Rubio, al catedrático de Musicología que en pocos años de clases ha hecho ya escuela. Investigador escrupuloso, tiene siempre la música al lado del documento y no le importa, al contrario, escuchar, aprender, cuando se trata de llevar a los documentos y a la misma interpretación de la música, esas coordenadas sociológicas, culturales, indispensables en todo análisis serio. El Escorial recoge buenas herencias de este mismo siglo: la afición a la música de Azaña, el piano de Antonio Tovar, los «sones» de Dionisio Ridruejo, empezaron ahí. ¡Pero si hasta el padre Claret llevó pianos y gran armonio!El acierto de este curso consiste en buscar un puente entre la ciencia, la práctica y esa pasión de toda la juventud europpel por el barroco musical. Esa pasión desborda muchísimo los límites de la afición al concierto: los de vaquero y guitarra en la calle, los de la canción en la calle, invaden sala, templo o parque cuando hay música barroca. Se suele dar como causa el gusto por la flauta de pico, ideal instrumento para la casa y para el paisaje.

Sí que es importante esa afición estimulada hoy por la cátedra que lleva Mariano Martín: en la novedad de esa cátedra vi yo la primera base para una verdadera enseñanzadel barroco. Creo, sin embargo, que las razones son más hondas y creo también que no bien explicadas ni avizoradas. Es muy importante el que esa música, cortesana en su esencia, concebida muchas veces como juego, tenga, a la vez, una fijeza formal y un brillante virtuosismo que se acoplan de manera perfecta al proceso temporal de la memoria viva. Lo más sencillo como estructura se combina con el brillo más pajarero. Visualmente -se oye también con los ojos, no lo olvidemos- el contraste entre so listas y el grueso de la orquesta, la variedad en las combinaciones, la gracia coqueta del clave, el ajuste a través de la mirada, crean un clima de inmediata participación.Hay en esos conciertos, había en los de Santander, que es mi experiencia última, un cierto bullicio inical, una como expéctación alegre, algo muy diverso del tono habitual, de esa máscara burguesa de seriedad y hasta de pedantería.

Hay otro capítulo inseparable del anterior que explica muy bellamente esa pasión por el barroco musical. Lo mejor de la estética barroca, sobre todo al desembocar en el rococó, es la singular unión entre "sensualidadad" y "afecto", eso que va a ser el nervio de la doctrina de Rousseau, aunque aplicado a la ópera italiana: que el concepto de Naturaleza a imitar por el arte es, en el caso de la música, el de la Naturaleza como emoción, del paisaje como perspectiva del corazón humano. La emoción, singularísimamente la emoción amorosa, es, a la vez, corporal y espiritual, y a eso, a recogerlo -imitación- y a transcenderlo, se dirige especialmente la música. No es un azar que en ese período la novela más leída sea erótica y, patética a la vez, a orillas de lo sentimental y de lo turbio. Pues bien: yo creo que esa juventud busca inconscientemente una dignificación de lo que rascan sus guitarras y de lo que gritan sus canciones. En el barroco de la sonrisa, desde Scarlatti hasta la ópera bufa, la unión melodramática de amor y de muerte desaparece, pero, como el tema amoroso sigue siendo clave, surgen entonces esas efusiones de muy bella melancolía.

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No es un azar, todo lo contrario, que esta reciente pasión por el barroco y por él rococó vaya unida a un especial cariño por Hermann Hesse, por su Juego de abalorios concretamente, y así lo entendió un inteligente librero de Santander. Mientras su camarada Thomas Mann construía la wagneriana monumentalidad, Hesse enseñaba la juvenil actualidad de la música como juego, de la música en el pequeño clave, de la flauta en ese vagabundo que hoy sería un simpático autoestopista. Cuando ese rococó, esa «galantería», se hace preromanticismo, melancolía más honda, suspiro para gran misterio, se Hega a la cumbre, que es Mozart. El gran paso que todavía está por dar: Mozart, sí, es querido, pero le falta más audiencia, le falta salir de la tónica de «festival» y presentarlo en «apertura». El día en que esa multitud juvenil para Vivaldi viva de verdad lo que es La flauta mágica, se encontrará con esa «caricia de lo divino», de la que escribió Newman, el cardenal poeta y músico.

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