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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El contexto de un programa

Subsecretario adjunto al vicepresidente segundo del Gobierno

Sobre nuestra situación económica inciden dos tipos de problemas.

Uno es universal; afecta a todo el mundo, tanto al occidental, al mundo libre, como a los países comunistas o socialistas de la órbita soviética. La causa más concreta de esta crisis radica en la subida brutal de determinadas materias primas, y de modo especialmente relevante, del petróleo. Esta crisis, la tercera gran crisis industrial en la historia del hombre, comenzó a finales de 1973 y, cuando empezaba a verse un horizonte de solución, se ha recrudecido hace mes y medio con la última decisión de los países productores de petróleo. El petróleo que hace un año comprábamos por cien pesetas nos cuesta hoy 170.

Pues bien, este suceso necesariamente tiene que trastocar, que arruinar todas las previsiones de un mundo cuyo crecimiento estaba basado, fundamentalmente, en una energía barata. La energía es cara; tanto, que no se generan recursos, no producimos lo suficiente como para poder pagar ese sobreprecio que nos ha sido impuesto.

Nuestra economía entró en esta crisis iniciada a finales de 1973, hace ya cinco años, con un grave handicap. Carecíamos entonces del sistema político necesario para poder afrontar, con toda su crudeza, el reto de un crecimiento menor, con su secuela de paro y degradación social. El sistema anterior, en vez de ajustar su economía a las nuevas circunstancias, como hizo el resto de los países europeos entonces, cayó en la tentación de evitar los traumas que toda operación de ajuste supone. Para pagar aquel sobreprecio se fue generando una inflación que al cabo de tres años amenazaba con sumir en la ruina nuestra moneda, y arruinaba, de hecho, las grandes subidas salariales que entonces se produjeron. Y dado que no podíamos pagar lo que comprábamos en el exterior, como nación llegamos a estar al borde de la suspensión de pagos.

Como el resto de los países europeos adoptó una política estricta, nos fue devuelta una parte de la mano de obra española que allí trabajaba y, sobre todo, quedó cerrada la entrada de nuevos emigrantes. Esto, que había constituido una válvula de escape de la incapacidad tradicional de nuestro sistema productivo para absorber el crecimiento vegetativo, fue aumentando el número de parados. Por si todo ello fuera poco, en estos años llega a la edad de trabajar la generación más numerosa nunca nacida en España, los nacidos en torno al año 1960, con lo que la demanda de trabajo que el sistema productivo tradicionalmente no podía satisfacer, se hace aún mayor.

Los pactos de la Moncloa

El nuevo régimen democrático heredó, y asumió, las consecuencias de la falta de ajuste de nuestra economía a la nueva realidad mundial. Por ello, antes de comenzar el proceso constitucional, todos los partidos políticos parlamentarios suscribieron los llamados acuerdos de la Moncloa, porque la experiencia internacional del siglo XX demuestra que la democracia no ha podido sobrevivir en ningún país arruinado por una inflación y un déficit en su balanza de pagos descontrolados.

La filosofía de aquel programa era sencilla. Partía de la conciencia de que resultaba necesario controlar la inflación y mejorar la balanza de pagos para situarnos en condiciones semejantes a las de los restantes países europeos, y bastaría, por tanto, a partir de ahí, tomar medidas similares a las que adoptasen nuestros vecinos para dirigir la economía por caminos de un crecimiento mayor y más saneado; y controlar así el tercer gran desequilibrio: el paro.

Aquel programa tenía un plazo de ejecución: dos años, dentro de los cuales aún estamos. Sus resultados han sido francamente aleccionadores en lo que respecta a los dos objetivos que todos los partidos diagnosticaron prioritarios: la inflación ha conseguido ser reducida en dos años a la mitad, y lo que era déficit en nuestra balanza es ahora superávit.

El éxito de esta operación de saneamiento ha tenido su costo en términos de empleo e inversión. No hemos crecido lo suficiente para comenzar a resolver el problema.

Objetivo: crecer

El objetivo para este año era, y continúa siéndolo, claro: crecer lo máximo que permita nuestra economía sin poner en peligro los dos desequilibrios que acabamos de comenzar a resolver: la inflación, controlada, pero capaz de rebrotar, y una balanza de pagos positiva con el exterior.

Ese es el objetivo que el Gobierno anterior a las elecciones de marzo trazó para 1979: crecer uno o dos puntos más por encima de la media de los países industriales. Podemos continuar creciendo por encima de nuestros vecinos europeos por una razón muy sencilla: porque tenemos un aumento potencial mayor de población activa que el resto de Europa y una productividad muy inferior.

La última decisión de la OPEP ha supuesto, sin embargo, un importante condicionamiento: el crecimiento será menor en la cuantía que repercute en nuestras economías el sobreprecio del petróleo. De los recursos que hubiéramos dispuesto para nuestras necesidades de crecimiento, una parte importante ha pasado a manos de nuestros proveedores de petróleo: 200.000 pesetas. Esta es una cantidad lo suficientemente importante como para empeñarnos en ahorrar energía, porque no somos ricos -también los países ricos han tomado medidas de ahorro- y porque todos nuestros recursos son pocos para invertirlos en un mayor crecimiento.

Flexibilizar la economía

El Gobierno piensa que el reto que nos plantean las circunstancias actuales sólo podrá ser superado con éxito por una economía muy flexible, capaz de adaptarse a cuantos cambios puedan producirse. Una economía en la que los mecanismos del mercado no encuentren excesivos obstáculos.

Hoy no tenemos aún ese tipo de economía flexible, que es la que caracteriza a los países industriales avanzados. Nuestro sistema económico, a pesar de los avances producidos en este último año, aún conserva muchas de las rigideces propias del régimen político anterior. Y esas trabas al funcionamiento libre de la economía son fuente de ineficacias y despilfarro de recursos.

Una economía de mercado sólo puede dar de sí todo su potencial si el empresario tiene posibilidades de actuar como tal; es decir, si el empresario tiene la capacidad de organizar su empresa, combinar los factores de producción de acuerdo con lo que pide el mercado. Pues bien, en nuestro país todavía no existe esta libertad, esta capacidad de ejercer libremente el empresario sus responsabilidades.

Se oponen a ello unas disposiciones en materia laboral propias de otro sistema. De un sistema rígido, muy intervenido, en el que la falta de libertades era compensada por el régimen político anterior con un rosario de garantías paternalistas de que disfrutaba el empleado.

Pero hoy no hay que compensar ya ninguna carencia de libertades o de negociación. La democracia permite a los empleados, y a los empresarios, la defensa abierta de sus intereses. Desde ese principio es como, hay que entender las relaciones industriales.

La buena marcha de la economía requiere despejar los factores de perturbación que en el nuevo sistema suponen las viejas normas, y, por ello, el estatuto de los trabajadores fue el segundo proyecto de ley que el nuevo Gobierno remitió, tras las elecciones generales, al Congreso de los Diputados.

Concretado este sistema de relaciones en el seno de las empresas, y despejada la incertidumbre que suponía la retención en el Congreso de los Diputados del Plan Energético Nacional, ya aprobado el mes pasado, sólo restaría al, empresariado, y a la inversión en general, conocer claramente lo que el Gobierno va a hacer con la parte de la actividad económica de la que, en cuanto tal, es directamente responsable: el sector público.

El Gobierno manifiesta en su programa que debe de detenerse, de momento, el crecimiento de esa parte de la economía de la nación, que tan rápida expansión ha tenido en los últimos años. Expansión que ha supuesto una serie de exigencias económicas que han tenido que ser detraídas del normal funcionamiento del sector privado.

Por ello, y a la vista de un déficit mayor de lo previsto, se ha puesto en marcha un programa de ahorro de 100.000 millones de pesetas en gastos del Estado, tanto de la Administración como de la Seguridad Social. Al mismo tiempo, se sanea, en buena medida, la situación financiera de los ayuntamientos y de las empresas públicas.

Dos caminos

El programa que contiene las líneas básicas de la política económica para el futuro próximo debería ser un instrumento de confianza y un móvil de exigencia para todos. Sin un trabajo muy serio, más riguroso de lo que acostumbramos, apenas tendremos para sobrevivir lánguidamente. Sin una clara conciencia de que nada se nos va a dar regalado, difícilmente podremos crecer lo suficiente para hacer un país más justo y más libre.

No podemos malgastar nuestros escasos recursos; no podemos disipar nuestros esfuerzos. Es evidente, y el Gobierno lo sabe perfectamente, que hay empresas y sectores enteros que atraviesan por circunstancias muy difíciles. Y habrá que atender esa situación. Pero habrá que hacerlo con las ideas muy claras.

Con la idea clara de que la crisis que atravesamos tiene como consecuencias derivadas de un crecimiento menor, dos grandes problemas: mala situación e incluso desapariciones de empresas, y menor empleo.

Y con la idea, también clara, de que para resolver el futuro sólo hay dos caminos. Uno, potenciar aquellos sectores de mayor capacidad exportadora y mejorar la productividad. Otro, sostener artificialmente sectores sin porvenir o antieconómicos, y mantener ficticiamente el empleo, arruinando nuestra productividad.

El Gobierno opta, decididamente, por el primer camino, porque. sólo él nos garantiza superar la crisis creciendo, poco, pero positivamente. No es un camino fácil, ni cómodo. Pero el hacerlo está en nuestras manos, porque una situación difícil, como esta, es superable con trabajo, solidaridad y confianza en nuestras propias fuerzas.

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