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Tribuna
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La nueva máscara de lo de siempre

Javier Marías

Como era de prever y temer, el franquismo dispuso de tiempo suficiente para arraigar en los españoles más de lo que el espejismo de estos últimos años (espejismo por lo impensado y por mostrarse, aún hoy, un tanto deleble) ha parecido dar a entender. Su aparente claudicación política -en su modalidad más pura, por supuesto- empieza a revelarse como una simple cortina de humo estratégica, al menos en algunos terrenos, por ejemplo el cultural. En efecto, algo tan velozmente desprestigiado, pero a la vez tan enraizado como el franquismo, no podía seguir presentando la misma catadura después de la muerte del dictador, mas tampoco desaparecer de golpe y para siempre. Era necesario borrar la antigua imagen, aprovechar el lavado para fomentar una amnesia general y ya voluntaria de los ciudadanos, y, transcurrido un tiempo prudencial, volver a la carga por donde menos se pudiera esperar. Eso sí, dando además gato por liebre, porque el sabor de esta última nos era ya demasiado conocido y repugnaba a la gran mayoría, como han demostrado todas las elecciones hasta ahora habidas.De los descalabros se aprende, y una de las lecciones extraídas por los franquistas de hoy es que sus predecesores fueron excesivamente burros; no supieron ceder ni un ápice, y es bien sabido que, cediendo en los pormenores, se embauca y convence a mucha gente en lo fundamental. Uno de estos pormenores es, al parecer, la cultura española.

¿A quien se trata de engañar?

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Con un gran despliegue (libros, revistas chismoso-literarias, gacetillas satírico- fascistas, la connivencia -esperemos que accidental o, cuando menos, atolondrada- de algún periódico) se nos viene encima, de pronto, una ofensiva españolista. Se hace una reivinciación de lo español a través de su cultura, consistente en decir, grosso modo, que los sentimientos nacionalistas no son reaccionarios en sí, que sentir orgullo patrio está bien y no resulta necesariamente de derechas, que escitores como Azaña, Unamuno, Ortega, Machado o Juan Ramón así lo garantizan porque eran republicanos y liberales y, sin embargo, sintieron pasión por España, que el castellano es una lengua excelente y que, aparte de la de Franco, fue también la de Cervantes, Quevedo, san Juan, Calderón y Góngora, todos ellos indudables genios literarios. Y todo esto -eso es lo curioso- se nos presenta como una enorme novedad, como «lo último», y, para mayor inri, como «lo últímo en izquierdas».

¿A quién se trata de engañar., ¿A santo de qué esta campaña para persuadir a la gente que no sabe, o ha olvidado, lo que sí sabe y recuerda? ¿Dónde está la novedad de todo eso? ¿Quién acusa de fascista a la generación del 98, o denigra a los clásicos por haber escrito en español? Señores, seamos serios. A un obtuso miembro de una organización tan trasnochada como el Pen Club catalán (o cualquier otro Pen Club), o a un vesánico diputado vasco que vocifera dislates en el Parlamento, o a un libro tan romo, beatón y deleznable como la Historia de Blanco, Puértolas y Zavala se les puede despachar con una frase, ignorarlos incluso, pero no es serio lanzar tan aguerrida ofensiva contra tan endebles enemigos. Porque, por lo demás, no sé de nadie medianamente inteligente o digno de tenerse en cuenta (ni en el centro ni en la periferia, y quizá aquí no estaría de más señalar que he vivido tres años y medio, recientemente, en Barcelona) que haya dicho semejantes sandeces. ¿A qué, entonces, tanto aparato? ¿Contra quién va dirigido? Porque no cabe duda de que hay un «contra», la operación se aparece como reacción a «algo», no como acción pura y simple. Pero, ¿a qué? ¿Reacción, a qué?

La respuesta no parece del todo fácil, pero la solución sí lo es: en vista de que enemigos de envergadura no los hay, se buscan -a ciegas, a tontas y a locas otros posibles de más entidad. Hay que encontrar una agresión previa («Polonia invade Alemania», dijeron los titulares de los diarios franquistas en 1939), y es aquí donde comienza a deteriorarse la careta y a asomar el rostro decrépito y conocido de lo de siempre.

He aquí unos enemigos posibles, pues han pecado: los escritores de la última o penúltima generación (no lo sé muy bien; en cualquier caso es, con mis veintisiete años, la mía, según parece). Los que, por primera vez en mucho tiempo, salvo contadas excepciones, y pese a haber padecido el franquismo desde su nacimiento, rompieron con el aislamiento cultural español y atendieron también a las literaturas extranjeras, procurando salir un poco del provincianismo obligado y reinante y rehuir lo que Juan Benet, en un libro antiguo, llamó acertadamente «el estilo tabernario», lastre cuasi permanente de la literatura española. Escritores que vemos la literatura (y aquí me arrogo un plural que no debiera, pero que al parecer se me otorga como paradigma acabado, en la prosa, de este tipo de autor) como algo universal y atemporal que no entiende de barreras lingüísticas, ni de fronteras geográficas, ni de coyunturas económicas: «una gota que horada la misma piedra», desde Homero hasta nuestros días, como bien ha explicado en un libro reciente Félix de Azúa, catalán que escribe en castellano y paradigma él a su vez, por lo visto, de esta clase de autor en la poesía.

Pero, hete aquí que hay otros criminales de lesa españolidad, quizá peores aún: los escritores antifranquistas (marxistas) de la generación anterior, quienes, ciertamente algo obnubilados por haber ellos sufrido desde la infancia los años más duros de la posguerra, cortaron por lo sano y procedieron a una inversión total, no por errónea y tajante enteramente condenable si se atiende a sus orígenes bienintencionados, y que no eran otros que la desesperada oposición en todo al yugo franquista, que desde luego debió de apretar tanto un día que quizá no permitía ni razonar con claridad.

Y aún hay más enemigos (es natural que quien los busca, los encuentre por doquier): los escritores catalanes que, atacados de un sarampión bastante justo, han reaccionado ante la nueva situación con lo que podría llamarse un amor desmedido y a todas luces comprensible por lo que no se ha podido gozar durante ocho lustros. Sin que ello haya implicado condena o desprecio alguno por la literatura española (fanáticos aparte). En todo caso, una cierta indiferencia u olvido, imagino que temporales, como quien se olvida de todo cuando reencuentra una pasión. Y, por otra parte, tampoco veo yo por qué han de anteponer a nadie a Foix, Maragall, Brossa, Carner...

Y aún quedan enemigos: la casi totalidad de la generación del 27, algunos escritores exiliados y en exceso olvidadizos, los que se sirven del «castellano-catalán» (¡raza impura! etcétera.

Todos estos «enemigos de lo español, y de España» son pura invención. Y si así es, si enemigo en realidad no hay, sólo cabe concluir que se trata, simplemente, de españolear y crear sentimientos patrioteros una vez más. ¿Por qué? La respuesta quizá sea muy sencilla: porque el franquismo arraigó y no es extraño que ahora haya uno nuevo en ciernes. Otras cosas a las que se acusa de neofranquismo, en realidad no lo son. Son franquismo a secas, o su secuela atildada y puesta al día, y como tal no se preocupan mucho de la cultura, en eso no se diferencian de lo de «antes». Pero estos otros españolistas, sí: para algo son neofranquistas, y además mucho más listos. Y poco importa que tras ellos haya tal vez un pasado izquierdista. Su presente es neofranquista, como veremos, incluso, por los métodos y modos empleados. Hasta los detalles despiden un tufo inequívoco y bien conocido.

Curiosidad

Curiosidad número 1: La operación es xenófoba, como el franquismo, que llegó -todo el mundo lo sabe- a extremos tan hilarantes, pero tan significativos, como hacer que el cine Royalty (¡palabra extranjera!) pasara a llamarse Colón, u obligar al Athlétic de Bilbao a castellanizar su nombre. En efecto, a los nuevos franquistas poco les ha faltado para decir aquello de «la pérfida Albión». Olvidan, por lo demás (o quizá ignoran: el franquismo fue muy ignorante también), que Borges y Pessoa han escrito poemas en inglés; Wilde, un drama en francés, Beckett casi toda su obra en esta lengua, etcétera, sin que nadie los anatematizara por ello. Diferencias de estilo.

Curiosidad número 2: En esta ofensiva se atiende más a las connotaciones políticas de los autores defendidos que a su calidad literia: se libran batallas (repito: contra fantasmas) en favor de Azaña, Unamuno, Juan Ramón, Ortega, Bergamín... ¡Qué curioso, sí, todos ellos claramente opuestos, de un modo u otro, al franquismo! En cambio, no se habla tanto de un genio como Valle, o de un novelista tan estimable como Baroja, o de un estilista como Azorín, que también dominaba la lengua reivindicada. Bueno, comprendan, es que no se destacaron tanto políticamente. ¿Se trata realmente de reivindicar lo español, o más bien de apropiarse de nombres que proporcionen una coartada izquierdista a toda la operación? No parece haber duda: se trata de que se entienda que éste es un «españolismo de izquierdas»

Sin más comentarios.

Curiosidad número 3: Se ataca a Juan Goytisolo, catalán que escribe en castellano, cuya obsesión por España es innegable, y no se le ataca literariamente. Que en su caso la pasión tome más la forma de un odio cerril que del amor es lo que hace curiosos los vituperios. ¿No se pedía preocupación por el país, caso al país? ¿En qué quedamos?

Curiosidad número 4: Por no se sabe qué arte de magia, de la noche a la mañana, los catalanes y los vascos, y quién sabe si andaluces y extremeños también, pasan de oprimidos a opresores, de agredidos a agresores. ¡Curioso de ver! La cosa parece, más que nada, una provocación...

Curiosidad número 5: El estilo de la ofensiva se basa en buena medida en el insulto -no en la invectiva- personal. Es éste un recurso fascista de pura cepa: a falta de argumentos, sal gorda, chistes, chabacanería demagógica, calumnias, vejación, injurias, puños y pistolas.

Curiosidad número 6: Todo el aparato tiene una aureola folklorista, como Dios manda en las empresas de este signo, Y así, quienes se encargan de vulgarizar y amenizar la «nueva» doctrina son las auténticas, directas y cardinales herederas de las lenguaraces folklóricas de antaño, o desconcertados cronistas de sociedad que ya no saben a qué apuntarse y que, al fin y al cabo, y si se hace un poco de memoria, en los años franquistas alumbraban engendros escandaloso-novelados (cosas sobre el mono liso, si no recuerdo mal) escritos con el másmo espíritu que la ley de vagos y maleantes, y se prestaban a publicar artículos en el Abc: En el mismo Abc infamante y manipulador, por ejemplo, de los diarios de Enrique Ruano. Curioso también.

Adelante, pero sin máscaras

¿A quién se quiere engañar? ¿,Por qué ocultarse bajo un disfraz imperfecto y raído? A mí todo esto me parece excelente, y en muchos puntos estoy de acuerdo. ¿,Cómo no voy a estarlo si además gran parte de lo presentado como «nuevo» es vox populi, perogrulladas de todo el mundo sabidas? Pero incluso no tengo inconveniente, por ejemplo, en confesar sin ambages que Foxá o Giménez Caballero me parecen escritores vistosos, y no me veo obligado a buscar socorridos subterfugios para justificarlo políticamente (escribir bien nunca ha sido una cuestión de derechas o de izquierdas).

Españolear y revivir los tiempos del Imperio

Todo esto, digo, me parece excelente. Ahora bien, que no se pretenda hacer pasar por una operación de izquierdas lo que -en este momento y de esta forma- no tiene explicación más que como operación de derechas: si se quiere españolear, si se quiere fomentar el chauvinismo (cosa que el español llano, por otra parte, jamás ha cultivado; antes al contrario), si se quieren revivir al menos culturalmente los tiempos del Imperio y que viva (o arriba) España, adelante, hágase, todo ello es perfectamente lícito y encomiable, Pero no enmascarándose, no haciendo trampa, no fingiéndose ser lo que no se es, no llevando a cabo la vil maniobra de apropiarse indebidamente de lo ajeno, de lo que hoy puede estar «bien -visto» por la nueva sociedad española (ella sí que no es franquista) para servir a no se sabe qué intereses espúreos y ocultos: de Machado, Unamuno, Azaña... Nadie les ataca políticamente, salvo una derecha ya enterrada y que no cuenta. Que tampoco los mancille ni manipule nadie.

Venga esta campaña, pero venga como lo que es. Nos queda el consuelo de que también en este caso, y pese a todos los esfuerzos, sutilezas, atavíos y galas, el dicho español tiene, por fortuna, una vez más razón: aunque la mona se vista de seda, mona se queda.

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