Una excelente corrida de Domecq, desaprovechada lamentablemente
Con unos toros extraordinarios, de éxito grande, los matadores han sido tres pelmazos de mucha consideración. Es desesperante. Salen tantas veces reses con problemas, que cuando aparece en la arena un toro noble es imperdonable que los matadores no lo aprovechen para el toreo antológico, de repertorio y arte. Deberían hacerlo simplemente por pura satisfacción, por el goce de ejecutar las suertes con sentimiento, y si no tienen esa vocación (lo cual ya es grave en un torero) ni pundonor, al menos para dar un gran paso adelante en su carrera profesional y, lisa y llanamente, ganar contratos.Pero no hay cuidado. Ni por esas. Los toreros de esta hora, o al menos los tres pelmas que estuvieron ayer en el ruedo de Pamplona, ni aman el arte al que se dedican, ni les espolea el amor propio, ni quieren elevar su cotización fuera de los despachos empresariales y de las capillitas. Si el toro es bravo, ordenan o consienten que lo asesinen en varas, mejor aún si se hace de forma que nadie se entere de las cualidades que tiene la res, y si es noble, le soban los costados, instrumentan las suertes con ventaja y ramplonería y sólo se preocupan de encandilar a la solanera, que como está de fiesta y es fácil de contentar, no exigirá mayores proezas.
Plaza de Pamplona
Tercera corrida de sanfermines. Toros del marqués de Domecq, magníficos de trapío, cornalones, con clase. Ruiz Miguel: pinchazo y estocada corta atravesada (vuelta con protestas). Estocada (petición y vuelta, con algunas rotestas). José Luis Galloso: tres pinchazos bajísimos y estocada a toro arrancado, tirando la muleta (pitos). Pinchazo y estocada baja (oreja). Julio Robles: estocada desprendida y descabello (silencio). Bajonazo descarado (algunos pitos).
En particular, la actuación de José Luis Galloso fue lamentable. Tuvo dos toros de sensación, suavísimo uno, temperamental el otro, que acudían al engaño al primer cite, con total fijeza y absoluta entrega. Eran dos toros ideales para armar el escándalo con la ejecución en pureza del arte de torear. Pero Galloso ni se enteró, o si se enteró, le dio lo mismo, porque sus dos faenas consistieron en colocar la muleta retrasada, pegar un tirón, rectificar a la salida del pase, y así mil veces. Está claro que para este hombre la técnica de parar, templar y mandar no existe. Incapaz de adelantar la muleta, incapaz de embarcar con temple, incapaz de rematar con mando, era capaz, en cambio, de suplir la ignorancia supina de esta técnica fundamental con continuos regates y carreras. Luego se pegaba a los costados del toro, lo agarraba, sacaba por arriba el trapo, lo que fuera. De esta guisa ratonera tocó pelo y se llevó una orejita, pedida por el buen público pamplonés que ya empieza a estar harto de no ver nada, a salvo Superman. No le va a valer de mucho. Cuando un torero renuncia a hacerle el toreo a un toro bueno, es que no quiere significar nada en esta profesión. Allá él.
Lo mismo diríamos de Ruiz Miguel, pesadísimo y torpón con otros dos toros boyantes, si no fuera porque este hombre ya ha demostrado sus redaños numerosísimas veces con toda clase de ganado, preferentemente con el duro de pelar. Está visto que los bombones le sientan mal y sólo torea los platos fuertes, esos que, en cambio, se le indigestan a todo bicho viviente. Y también de Julio Robles, que es por antonomasia «el apuritador» del escalafón. Apunta, apunta, pero rara vez redondea una faena. Tuvo el peor lote; dos toros de genio, que cortaban el viaje y echaban la cara arriba, por lo cual es obvio que no podía arrdarse con florituras, pero sí debió emplear una técnica de dominio en lugar de afligirse. El toreo es algo más, es mucho más que los consabidos dos pases. Quizá Julio Robles y tantos compañeros suyos no lo saben, o les trae sin cuidado.
Preciosos toros del marqués de Domecq, de gran estampa, serios y cuajados, cornalones, con la más pura casta del toro de lidia, que cayeron sin gloria, de mala muerte, en el ruedo de Pamplona. Su asesinato empezó en los primeros tercios, con los lanzazos alevosos que les pegaron los picadores, y continuó en medio de la desvergonzada zafiedad de unos lidiadores malos. Para estos resultados, más valía que el ganadero hubiera enviado seis moruchos. Ninguno de los espadas de ayer merecía más.
Babelia
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