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Tribuna:SPLEEN DE MADRID
Tribuna
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Las negritas

El otro día he hablado aquí de las barras tipográficas de que yo uso y abuso para escribir. Hoy voy a hablar de las negritas, de los nombres propios escritos en negrita, para que salten a la vista o le salten la vista a alguno. Y no lo hago por autofagia de autor acabado (como creerían quienes no saben nada del oficio y son analfabetos más allá del alfabeto), ni por narcisismo de Narciso, que se alimenta de narcisos, aunque Narciso me han llamado Oriana Faliaci y Armando de Miguel, cada uno por su lado, supongo que Oriana para ligar, y Amando supongo que no.Hablo hoy de las negritas porque Jesús Hermida, uno de mis señoritos en este periódico (yo elegí una profesión sin jefes, la de escribir, pero resulta que está llena de señoritos), quiere sacar en el colorín dominical Las negritas de Umbral, un día, para lo cual ha seleccionado todos los nombres propios que yo he ido dando en esta columna durante unos tres años, y me los brinda, por orden alfabético, para que le ponga una frase a cada uno, eliminando los que ya no me digan nada o los que, sencillamente, ya no tengan nada que decir.

La noche en que llegué al Café Gijón, Jesús Hermida era un/el reportero de moda, hacía su Match/Hermida en Pueblo, entraba y salía del café como una ráfaga morena de dinamismo y actualidad, y a mí me dejaba pasmado, porque uno iba por entonces para poeta lírico, estático y, desde luego, estético.

Luego, cuando me puse malo, Hermida se ocupó mucho de mí en sus periódicos, y me animó a suicidarme/no suicidarme, que era el proyecto vital más optimista que yo tenía a corto plazo. Si, como amigo, Jesús habría lamentado sin duda mi suicidio, como profesional estoy seguro de que le hubiese encantado la noticia, y sobre todo escribirla, pues es oficio este en que, como dijo Bernard Shaw, el artista debe matar a su madre.

Y yo, por otra parte, tampoco soy la madre de Jesús Hermida.

De modo que una orden de Jesús para mí es un ruego, y como tal lo he atendido, encerrándome noche y día con un centón de nombres (en realidad son varios centones) a los que voy poniendo su epitafio en vida, su corona de muertos que aún toman café, su mote, su frase, su definición, su greguería, en un who is who martirológico y virginal donde, para qué vamos a engañarnos, abundan más los mártires que las vírgenes.

Lo que pasa es que la selección no he necesitado hacerla yo, sino que se va haciendo sola, de modo que algunos nombres, algunas fichas, algunas cuartillas se me caen de las manos como hojas secas y desprendidas del árbol alto, fragoroso y batido de la democracia, que tiene ya tres cortezas como tres años y algunos frutos de veneno y manzanas de ceniza entre las peras incoherentes del olmo que realmente hemos plantado.

He aquí un involuntario repaso al tercer año triunfal de la democracia, por el que ve uno lo importante y crucial que fue Silva Muñoz, del que hoy no vale escribir una palabra que lo valga, lo perfilero que fue Camuñas, lo repatriado en olor de multitud que fue el viejo Llopis, y cómo la democracia, alta cosecha que segarán las hoces no necesariamente leninistas, los va enterrando a todos, como ese arroz chino que dibuja su flor sobre el agua de los muertos.

Sin querer, hemos hecho una revolución cultural.

Ayer hice aquí mismo una lista hipotética de imposibles presidenciales, recogida como rumor del mar de la noche en la caracola del Caribe que me ha regalado el socialista catalán Rodolfo Guerra: qué herrumbrosos casi todos los nombres, qué despuntadas sus lanzas que ayer brillaban al sol velazqueño, qué abrasados en el fuego lento del bulo. Aquellas ropas chapadas, qué se hicieron. La Historia se templa y afila en el río del tiempo, como una espada. Los que hace un par de años pensaban quedar en letras de oro -Fraga, don Laureano, Areilza, Jiménez de Parga-, no van a quedar ni en la artesanal negrita tipográfica de mi fugaz columna. Ay.

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