El biologismo, arma contra la mujer
La idea del progreso por la ciencia, tan enraizada en la cultura de Occidente desde su instrumentalización ideológica contra el orden feudal, ha dado lugar, con el paso del tiempo, a un fetichismo cientificista que lleva a aceptar como bueno cuanto se ofrece con el marchamo científico. Esto es particularmente peligroso en el campo de la sociología, a partir del momento en que -desgajada de la teoría económica- buscó, de la mano de Lange, Compte y Spencer, una nueva racionalidad en las ciencias biológicas. Como señalara Lukács en su análisis de la ideología fascista, esta incorporación de la biología a las ciencias sociales, bajo la forma de darwinismo social, habría de generar, a la larga, las teorías y prácticas sociales más reprobables: desde el racismo científico hasta los campos nazis de exterminio. No podemos dejar de señalar, al paso, la ironía histórica de esta involución del cientificismo, que desde avanzadilla ideológica del progreso social puede llegar a las posiciones socialmente más retrógradas en su vertiente biologista.En nuestros días, el biologismo sociológico, o sociobiología, se nos presenta con una gran riqueza y variedad, en consonancia con el desarrollo alcanzado por las ciencias naturales. Citemos, entre los aspectos más caracterizados, la teoría genética de la inteligencia, del norteamericano A. Jensen, que ha servido de soporte ideológico al movimiento contra la integración racial, escolar, en EEUU, y que cuenta, entre sus seguidores, al Nobel de Física William Shockley, notorio por su campaña a favor de la esterilización de la mujer con coeficiente intelectual bajo. Mencionemos también la escuela conductista de Eysenk, para la que toda la conducta humana puede explicarse -y manipularse- mediante el juego de estímulos de premio y castigo; una teoría -derivada de la rata, el queso y la descarga eléctrica- inspiradora de los regímenes de tolerancia represiva que se van imponiendo urbe et orbi. Para terminar esta rápida recapitulación, no podemos dejar de mencionar la escuela etológica del también premio Nobel Konrad Lorenz, cuyas teorías acerca de la organización social humana, formulada en base a hornologías con la agresividad y jerarquías de dominación de los primates, han sido popularizadas a través de El mono desnudo.
Pero la finalidad de este trabajo es analizar el biologismo en cuanto soporte ideológico del supremacismo masculino. Los intentos de justificar, sobre bases biológicas, la situación de inferioridad de la mujer son tan antiguos como el mismo biologismo, que acabamos de revisar en su vertiente sociológica. Spencer, por ejemplo, explicaba la naturaleza de la mujer, su comportamiento y su status social como el resultante de una adaptación evolutiva para sobrevivir frente a la agresividad masculina. Digamos que con estas ideas de Spencer se abre el primer capítulo de lo que podríamos llamar machismo científico, que en aquellos tiempos se completó con ideas tan peregrinas como que el cerebro -e inteligencia- de la mujer era menor que el del varón (en consonancia con las ideas sustentadas sobre las diferencias de cerebros de blancos y negros), o la definición freudiana de la inferioridad de la mujer como consecuencia de la falta de pene.
Aunque hoy día estas teorías han sido superadas, el tema se ha enriquecido notablemente con nuevas aportaciones procedentes de la biología, psicología y sociología comparada, hasta adquirir dimensiones librescas, algunas de cuyas expresiones más caracterizadas están al alcance del lector español. (La inevitabilidad del patriarcado, de S. Goldberg. Alianza Editorial, 1976.)
Diferenciación sexual del cerebro
Uno de los argumentos más utilizados por el nuevo biologismo sexista procede de un estudio sobre el comportamiento de unas niñas hermafroditas, llevado a cabo por los psicólogos infantiles Money y Ehrhardt en 1971. Las niñas objeto de estudio eran genéticamente hembras (cromosomas XX), aunque, por razones irrelevantes para esta discusión, estuvieron expuestas durante su vida intrauterina a unos niveles anormalmente altos de hormonas masculinas (andrógenos). Debido a ello, estas niñas presentaban al nacer unos genitales de tipo masculino -más o menos desarrollados- que tuvieron que ser feminizados mediante una operación quirúrgica. El comportamiento de estas niñas, veinticinco en total, presentaba diferencias notables con el de las niñas elegidas como controles: interés por juegos atléticos con chicos, preferencia por vestimenta utilitaria, mayor inclinación a jugar con pistolas y coches que con muñecas, prioridad de una carrera profesional frente al matrimonio y maternidad... En definitiva: la conducta que cabía esperar de unas niñas que se reconocían como marimachos y que, sin duda, habían sido educadas en un aatmósfera familiar ambivalente, por el hecho de ser niñas-nacidas-con-pene. Es decir, en el rechazo de los estereotipos sociales de feminidad, al igual que lo que podría encontrarse en unas niñas sin problemas hormonales intrauterinos, pero educadas en un medio familiar feminista.
Sin embargo, los autores concluyen que el comportamiento de estas niñas es consecuencia de una masculinización del cerebro debido a la acción de los andrógenos durante el período crítico del desarrollo del sistema nervioso. Esta masculinización se traduciría por una organización del hipotálamo en forma tal que se abrirían los circuitos nerviosos de la conducta viril, a la par que se cerrarían o inhibirían las vías que en su día darían lugar al comportamiento maternal. Ni más ni menos. Sólo añadir que esta formulación, además de alimentar la literatura machista de ciencia-ficción, es ya ciencia oficial, publicada en revistas científicas, citada en otras y mencionada en libros de texto.
Agresividad y dominación
El otro gran argumento del biologismo moderno, en su vertiente sexista, viene a establecer que la subordinación social de la mujer procede de la natural agresividad masculina, que inevitablemente, le sitúa al hombre en un status de dominación. La idea no es nueva, al menos en lo referente a la agresividad, noción esta que permea en todas las concepciones biologistas, desde el darwinismo social -lucha por la subsistencia y sobrevivencia del más apto- hasta la escuela etológica de Lorenz. No podemos considerar aquí, con el detalle debido, toda la gama de estudios recientes, acerca de la conducta de los simios, que ha venido a relativizar las ideas acerca de la agresividad como base de la dominación. Nos referimos especialmente a aquellos en los que se demuestra que el status social de macho dominante procede no tanto de su agresividad como de la capacidad para formar alianzas temporales con otros machos, y que este clan tiene por misión la protección de la tropa.
En cualquier caso, al considerar la naturaleza de los sexos a lo largo de la escala zoológica, es ineludible la constatación de que, en general, el macho es más agresivo que la hembra y que esta diferencia tiene una base y un significado biológicos. E incluso podemos admitir que alguna vez en la historia biológica de la especie humana el papel del hombre haya sido proteger a la mujer, y el de la mujer proteger a la prole. Pero ¿no es precisamente el dominio de la naturaleza, y la superación de sus condicionantes, lo que ha propiciado el progreso de la humanidad? Además, ¿qué destino asignará naturaleza al hombre y a la mujer, en una época en que la limitación de la población está llegando a ser una necesidad biológica y en que la vida media de la población se ha prolongado tan espectacularmente? Por primera vez en la historia la mujer empieza a dedicar a la procreación sólo una pequeña parte de su vida, mientras que más y más parejas optan por no tener hijos. En estas condiciones lo que históricamente se impone es la adaptación de las instituciones sociales a la nueva realidad.
De entre todas las especies animales, la humana -es decir, las mujeres y los hombres que la componen- es única por su capacidad intelectual, que le confiere gran plasticidad adaptativa, más allá de los límites de la evolución orgánica. Sólo así puede explicarse el éxito del animal humano en la ocupación de los más variados nichos ecológicos, así como la enorme riqueza cultural desplegada a lo largo de su historia en la tierra. Desde esta perspectiva, como personas y feministas (que tanto monta para el caso), estaremos en condiciones de asumir, en sentido superador, cuantas diferencias haya impuesto la naturaleza a los sexos.
Durante milenios, la función reproductora de la mujer, fundamental para la sobrevivencia de la especie, ha sido el pretexto para sojuzgarla. Ya es hora de que la maternidad ocupe en la vida de la mujer el espacio que le corresponde, y que la mujer ocupe en la sociedad el lugar que le pertenece.
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