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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La crisis del cine español

HACE YA algunas semanas, el programa de Televisión Española La clave dedicó una emisión especial a la crisis del cine español. Dos productores, un director, un distribuidor, una actriz y un exhibidor debatieron durante casi dos horas los problemas de nuestra industria, se mostraron de acuerdo en las graves responsabilidades que incumben a la Administración pública en el naufragio de la cinematografía española, y echaron en falta la presencia de algún alto funcionario del Ministerio de Cultura que pudiera explicar la futura política de ese departamento en este terreno. Tras una prolongada espera, y aunque con retraso, la esfinge finalmente ha hablado para descubrir que no tenía ningún gecreto que revelar.El ministro del ramo ha anunciado su plan de salvar al cine español mediante la inversión de 1.300 millones de pesetas, procedentes de los fondos públicos y canalizados a través del monopolio televisivo para coproducciones de películas destinadas a la pequena pantalla. Es sorprendente que esta cifra, presentada como generosa dádiva, recuerde en su monto a los más de mil millones que el Fondo de Protección adeuda todavía a la industria cinematográfica por obligaciones estatales, cuyo impago está colocando al cine español al borde de la quiebra. ¿No suena a burla que se manejen parecidas magnitudes tanto para prometer como para incumplir? ¿No sería preferible que el Estado fijara plazos para cancelar sus deudas antes de prometer tan imprecisa ayuda futura?

El proyecto de que RTVE actúe, al estilo de otros monopolios televisivos europeos, como socio en la coproducción de películas ideadas y realizadas por la iniciativa privada merecería, en teoría, todos los elogios y parabienes. Pero la realidad se encarga de despertarnos del ensueño al recordarnos que el estatuto de UCD está ideado para perpetuar mediocridades gubernamentales. ¿No es para echarse a temblar la noticia de que va a entrar en la danza otra punta de cientos de millones de pesetas, a distribuir sin más controles que el amiguismo o el mal gusto? ¿Será el omnipotente director nombrado por el Gobierno el que decida qué proyectos merecen ser coproducidos por Televisión, o subarrendará esa facultad a uno de los funcionarios designados por su voluntad? Tendremos que sentirlo por los productores y directores del cine de calidad, por los contribuyentes y por los espectadores.

Por lo demás, el ministro de Cultura también anuncia su propósito de hacer efectivo el control mecanizado de taquilla y el cumplimiento de la cuota de pantalla. No hay por qué dudar de su buena voluntad, aunque sí recordar el largo trecho que va de lo pintado a lo vivo. En general, la actitud de la Administración española en el terreno de sus relaciones con la industria cinematográfica nacional está dominada por la mala conciencia de la época de la autarquía y por el sarampión del librecambismo. La mayoría de los países europeos amparan su industria cinematográfica mediante cuotas de pantalla, aranceles, financiaciones especiales y ayuda para la conquista de los mercados exteriores, precisamente por su enorme importancia como vehículo transmisor de los valores y peculiaridades de las culturas nacionales. Aquí hemos pasado de la censura y de las tijeras a la importación masiva e indiscriminada de toda la pornografía enlatada durante la última década y de los saldos de serie B de las cinematografías más poderosas. ¿No se podría hacer una tajante distinción entre filmes en versión original, aunque subtitulados, cuya importación careciera de trabas, y las películas extranjeras que aspiran a proyectarse en nuestras pantallas con su banda sonora en castellano, a las que se exigieran condiciones de internamiento más exigentes y que pagaran cánones de doblaje más elevados que los actuales? No sólo se protegería con esta medida a las películas hechas por y para españoles. También conseguiríamos escuchar las voces auténticas de los grandes actores y actrices norteamericanos y europeos, familiarizar a la gente con otros idiomas y apreciar los matices de los diálogos, muchas veces laminados por traductores amigos de los anglicismos y por locutores afectados.

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En todo caso, esa política a plazo medio debe ser apoyada, desde ahora, por medidas urgentes para evitar que el cine español desaparezca en el curso del próximo año y medio. Los incrementos de los costes, la deserción del público de las salas por la competencia de la televisión, la demora en el pago de las deudas estatales y el aislamiento de las autoridades del Ministerio de Cultura respecto a los profesionales del cine están a punto de llevar a esta industria a la paralización.

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