Seguridad ciudadana
EL DEBATE sobre la seguridad ciudadana ha ofrecido algunas novedades interesantes, pero un número mucho mayor de reiteraciones innocuas. Cabe destacar en la intervención del señor Ibáñez Freire la elogiable e inédita preocupación gubernamental por las causas de fondo que explican el incremento de los comportamientos delictivos durante la etapa de despegue de nuestra incipiente democracia.Es evidente que los alarmantes niveles de desempleo, el cual afecta sobre todo a la población juvenil, que no ha tenido oportunidad de ingresar en el mercado de trabajo y no puede acogerse a los beneficios del seguro de paro, constituyen un nefasto caldo de cultivo para los delitos contra la propiedad. No es igualmente fácil guardar los códigos y respetar los bienes ajenos cuando el hambre acucia y los horizontes para el trabajo productivo, honrado y remunerado están cegados que cuando las necesidades están cubiertas o se disfruta de una situación de desahogo. Esa es la razón por la cual no se han de escuchar sólo los argumentos de los técnicos y los expertos a la hora de decidir una u otra estrategia económica. Ciertamente, las promesas de acabar con el paro sin producir una espiral inflacionista que, a plazo medio, terminaría por engendrar todavía mayor desempleo constituyen la mayoría de las veces pura demagogia. Pero la confianza en que los mecanismos del mercado finalmente lograrán una asignación óptima de los recursos, un aumento de las inversiones y una reducción de las cifras de desempleo, si bien puede tener sólidos fundamentos teóricos, seguramente no tiene en cuenta otras variables que no pueden cuantificarse ni entrar en un modelo económico. Porque podría ocurrir que la ausencia de expectativas personales y la anemia social derivadas del mantenimiento o eventual aumento del desempleo y de la progresiva marginación de amplias capas de la población terminaran por deteriorar, a través de la delincuencia ordinaria o mediante la transformación de esos comportamientos individuales y asociales en movimientos insurgentes, la convivencia entera del país y, por ende, la posibilidad de que los agentes económicos actuaran de forma racional y consiguieran mantener de manera eficaz el funcionamiento del sistema.
También hizo alusión el señor Ibáñez Freire a la crisis ideológica y moral de los grupos sociales, al debilitamiento de la familia como ámbito de socialización de las conductas y a serias lagunas en la educación cívica de los españoles. No es cosa de pedir a un ministro del Interior que se convierta en profesor de sociología, y, por ello, sería injusto exigirle algo que no fuera la escueta formulación de unas observaciones obvias, pero a veces olvidadas por los altos funcionarios del Estado. Ahora bien, parece necesario, en cambio, subrayar que los orígenes de estos Iodos no han de buscarse en la naciente democracia, sino en la medida en que la política influye en el resto de la vida social, en el dramático y rotundo fracaso de aquel proyecto, felizmente desmontado, de nuevo Estado que pusieron en marcha, en 1939, las fuerzas políticas, ideológicas e institucionales que triunfaron con las armas sobre la otra media España.
La llamada crisis civilizatoria de nuestro tiempo tiene seguramente causas más profundas que los sistemas políticos. Pero lo que resulta seguro es que los regímenes autoritarios, empeñados en combatir atrozmente sus síntomas e incapaces de indagar sus causas, sólo consiguen, mediante los métodos represivos y la violación de los derechos humanos, aplazar durante poco tiempo la mostración pública de unos efectos que reaparecen, con vigor centuplicado, cuando esos imposibles sistemas de dominio se hunden.
Por esa razón es tanto más de lamentar que el señor Ibáñez Freire, hablando en nombre del Gobierno al que pertenece, haya dedicado la parte más significativa de su intervención a repetir las consabidas recetas para combatir los síntomas de unos males cuyas causas, sin embargo, van a seguir operando y engendrando comportamientos asociales. En otra ocasión nos ocuparemos de analizar las críticas dirigidas por el ministro del Interior al régimen de libertades provisionales y prisiones preventivas de los procesados y a ese modelo de norma jurídica que es la ley de Enjuiciamiento Criminal. Pero conviene adelantar que el anticonstitucional decreto-ley de seguridad ciudadana del pasado mes de enero entendió los márgenes de discrecionalidad de los jueces y aumentó la situación de indefensión de cierta categoría de procesados, lo bastante como para que la petición de una mayor restricción de las garantías procesales merezca la repulsa.
Las esperanzas de que la ley Orgánica de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad permita, cuando sea aprobada por las Cortes, un funcionamiento a la vez más eficaz y más acorde con los valores democráticos del aparato del Estado son compartidas también por los ciudadanos. Al Gobierno, que posee el monopolio en la práctica de la iniciativa legislativa, le corresponde, pues, acelerar al máximo la presentación y el debate del proyecto. En cuanto al justificado deseo de que la sociedad asuma sus responsabilidades en el mantenimiento de un orden público democrático, haría mal el ministro del Interior en olvidar que el primer deber del Gobierno es demostrar con los hechos que esa nueva concepción de la paz ciudadana es cualitativamente distinta de aquel orden público autoritarlo al que sirvieron muchos de los componentes del partido que hoy ocupa el poder. En esa perspectiva parece un grave error psicológico que uno de los estímulos a la colaboración ciudadana sea la amenaza de aplicar generalizadamente la figura delictiva de la denegación de auxilio a la autoridad policial. El método de la zanahoria y el palo debería restringirse, de forma exclusiva, a especies que no sean humanas.
Sólo merece aplausos, en cambio, el propósito de perfeccionar las técnicas de prevención de los delitos, en particular las medidas para restringir al máximo la tenencia de armas. Porque es un verdadero escándalo que no hayan sido ya retiradas las correspondientes licencias a las personas de quienes se sospecha algún tipo de relación o de simpatía activa con los grupos extremistas y para fascistas que con tanta impunidad han portado armas en tiempos pasados. La redistribución de los efectivos policiales en función de los índices potencial y real de delictividad y la mayor presencia de la policía en, zonas ciudadanas presuntamente conflictivas parecen también medidas acertadas. Siempre y cuando, naturalmente, los ciudadanos se sientan protegidos y no amenazados por ese despliegue.
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