Ante la nueva legislación laboral
Inspector técnico de TrabajoRecientemente, en La clave, en un debate sobre la democracia, uno de los participantes indicó la necesidad de crear una «tercera Cámara», ocupada de los asuntos propios del mundo del trabajo, una especie de Cámara socioeconómica. Sin necesidad de ir tan lejos, lo que parece claro es que la legislación laboral es singular, atípica y de efectos especiales. Singular, porque afecta exclusivamente a un colectivo específico de ciudadanos: trabajadores y empresarios. Atípica, porque en su ámbito no encajan a la perfección los mecanismos de representación parlamentaria, al producirse la conocida disociación entre el «voto político» y el «voto sindical». Y de efectos especiales, no sólo por su trascendencia, al pretender pasar de una situación de privilegio a una situación de igualdad, sino también porque este derecho está llamado a encontrar solución pacífica a los intereses contrapuestos, a establecer los instrumentos de pacificación, y si no satisface las aspiraciones de los protagonistas origina el efecto contrario: en vez de solucionar, encona. Estas características deben influir para que la ordenación del marco de las relaciones laborales se consiga a través de una especie de «legislación pactada», en la que se note la presencia efectiva de los sindicatos más representativos y de las organizaciones patronales, máxime en situaciones como la nuestra, donde la representación política no responde a la implantación sindical.
Junto a ello las normas laborales se caracterizan por su enorme vitalidad. Es un derecho tremendamente dinámico que día a día precisa de acondicionamiento. No deja por ello de sorprender que la última ley laboral se remonte tres años atrás (LRL, de 8-IV-76) y que durante el reciente período de reinstauración democrática haya existido una manifiesta omisión legal al respecto. Se llegó, eso sí, a aprobar la llamada ley de Acción Sindical, pero sus características de «legislación impuesta» (y no pactada) impidieron su publicación en el BOE.
Parece ser que ahora se espera una ofensiva de proyectos de ley elaborados por el Ministerio de Trabajo, y ante los mismos conviene hacer una meditación en voz alta.
Los grandes temas pueden quedar reducidos a cuatro: el Estatuto de los Trabajadores, la huelga, el patrimonio sindical y la negociación colectiva.
Una nueva ley de Contrato de Trabajo
El Estatuto de los Trabajadores cuenta ya con una cierta historia: se introdujo, sin éxito, en los acuerdos de la Moncloa, se presentaron proyectos sindicales sobre el mismo y definitivamente fue recogido por la Constitución. Su artículo 35-2 dispone que «la ley regulará un estatuto de los trabajadores», por incluirse este artículo en el capítulo segundo (derechos y libertades) del título I de la Constitución, se pensó que sería un estatuto de derechos de los trabajadores. Se dudaba si se trataría de una especie de Statuto del Diriti dei Lavoratori italiano de 1975, de matiz preferentemente sindical, calificado por la doctrina de «legislación de apoyo», o de un código de derechos fundamentales, un mínimo inviolable a superar por la vía de la negociación colectiva. Al parecer (y repito al parecer porque aquí se desconoce todo y los textos y pretextos laborales vienen siempre acompañados del secreto y el rumor), lo que se ha hecho es una nueva ley de Contrato de Trabajo, en la que es difícil determinar si hay más derechos que obligaciones, donde se incluyen artículos socialmente peligrosos: potenciación de horas extras, extensión del despido objetivo, limitación de la antigüedad al 60% del salario base, implantación definitiva del «despido comprado» en los casos de despido improcedente, etcétera. Con manifiesta omisión, además, de los derechos más ansiadamente esperados.
Confusión en torno a la huelga
Por ahora, la huelga se sigue regulando por el decreto-ley de 4 de marzo de 1977, y existen problemas en su convocatoria (siendo prácticamente imposible la convocatoria de las huelgas de sector), limitaciones sustanciales a su ejercicio (prohibición de las huelgas rotatorias, de solidaridad, de celo o reglamento, políticas, de apoyo, etcétera) y confusión a la hora de determinar su legalidad (si bien parece claro que sólo los tribunales pueden decidir sobre su legalidad, lo cierto es que con excesiva frecuencia esta función es asumida por los gobernadores civiles, haciéndose eco inmediato de su declaración de ilegalidad la RTVE). Ahora, en uno de los artículos más progresistas de la Constitución (28-2), «se reconoce el derecho a la huelga de los trabajadores para la defensa de sus intereses». De lo que se concluye que es un derecho individual e irrenunciable de los trabajadores y que se permite todo tipo de huelgas, al haberse suprimido expresamente en el último texto constitucional el calificativo «profesionales» («intereses profesionales »). A pesar de ello, y al parecer (de nuevo al parecer), se van a seguir declarando ilegales las huelgas rotatorias, las de celo y reglamento, las de rendimiento, las de solidaridad, las políticas, etcétera. Esto es grave, y no sólo por su presumible anticonstitucionalidad, sino por la perturbación que creará en el marco de las relaciones laborales. Una legislación restrictiva sobre huelgas no va a evitarlas, evidentemente, pero sí va a «politizarlas», pues a partir de entonces, aparte de sus reivindicaciones inherentes, toda huelga perseguirá superar la legislación existente, y de esta guisa los trabajadores no sólo se pondrán en huelga contra los empresarios, sino también contra el Gobierno, lo que, indudablemente, es mucho más peligroso.
Un tema básico
Del tema patrimonio sindical sólo se sabe «que está en estudio», y eso que nos encontramos ante un tema básico, pues no hay que olvidar que no cabe acción sindical si se carece de estructura patrimonial. El cuantioso patrimonio sindical está claramente diferenciado por dos grandes bloques: el incautado por el decreto de 1937, que indiscuiiblemente debe revertir a sus primitivos propietarios, y el acumulado gracias al pago de la cuota patronal y obrera, cuyo reparto a trabajadores y empresarios corresponde. Pienso que en estos momentos no es procedente defender que toda la cuota era obrera, al afirmar que los empresarios repercutían la suya en precios o en reducción salarial. Para el equilibrio social de este país es tan importante la sindicación obrera como la patronal. A pesar de que se piense lo contrario y se pretenda la atomización sindical, el equilibrio está íntimamente relacionado con sindicatos poderosos. Y en este campo sería muy conveniente que las sindicales y las patronales elevaran una reivindicación conjunta sobre bienes que les son propios y que en muchos de los casos su utilización va a ser francamente difícil. Recordemos la reciente ubicación del Ministerio de Sanidad y Seguridad Social en el edificio de la antigua Organización Sindical de la calle del Prado.
De la negociación colectiva nos dicen que «está en el paquete». Poco hay que decir al respecto: a la Administración sólo le corresponde pintar la cancha de juego y establecer la altura de la red, pero al tenis juegan otros: los empresarios y los trabajadores. Lo difícil (que, increíblemente, se ha hecho durante estos últimos años) es jugar al tenis sin red y sin límites. Todavía estamos a tiempo de que las partes interesadas sean protagonistas de su propio futuro; su marginación no puede permitírsela ningún Gobierno y menos uno de tan exigua mayoría. De no reconducir estos temas hacia la «legíslación pactada», volveremos otra vez a lo que llamaba Kierkegaad «la dramática persecución de lo obvio».
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