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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Cultura y educación

LAS PRIMERAS declaraciones públicas del señor Clavero Arévalo, ex ministro para las Relaciones con las Regiones y actual ministro de Cultura -ese ingente organismo de decenas de miles de funcionarios procedentes de los orígenes más dispares-, no presagiaban, precisamente, lo mejor. El señor Clavero declaraba como sus grandes preocupaciones RTVE y los Campeonatos Mundiales de Fútbol de 1982, con sede en España. Resulta harto indicativo que, de todos los problemas culturales que el país tiene planteados, al ministro «de la inteligencia» le preocupen sobre todo estos dos mastodónticos centros generadores de poder.No cabe la menor duda de que tanto RTVE como los Mundiales del 82 son dos temas importantes, particularmente para el partido del Gobierno. El primero, desde luego, decisivo en la configuración no sólo política, sino social y cultural de España. Es un centro neurálgico, directamente controlado y explotado impunemente por el poder desde su nacimiento y cuya inercia monolítica ha presentado hasta ahora una pétrea impermeabilidad a todos los intentos de cambio, en el contexto de una etapa de cambio total del país. Pero mucho nos tememos, a la vista del proyecto de estatuto ya hecho público, que los intentos del ministro de Cultura -del Gobierno, para qué engañarse, pues en este terna el ministro no es más que la correa de transmisión- no vayan precisamente en el sentido de democratizar y culturizar el medio difusor masivo por excelencia, que diariamente extorsiona, aliena e irrita a millones de españoles.

Los mundiales de fútbol supondrán un fenómeno nacional e internacional de primera magnitud, y en su torno se moverán tráficos, influencias y decisiones de poder políticas y económicas extraordinarias, dejando aparte las cuestiones deportivas en sí. Pero de estas dos prioridades del ministro de Cultura no se deduce el menor asomo de proyecto cultural propiamente dicho.

Mientras tanto, se suprime la Dirección General de Difusión Cultural, no se sabe qué va a pasar con algunas de las escasas -pero sin duda loables- iniciativas del equipo ministerial anterior, como las revistas Poesía o La Nueva Estafeta, o con el CINFE, o con el Centro Dramático Nacional, uno de los pocos intentos de política teatral coherentes y que ha llevado al menos algo de gente al teatro en los últimos lustros. Ignoramos cómo va a evitarse el colapso previsible de la industria cinematográfica española, la aparentemente irremisible condena al paro o la emigración de nuestros actores; nada nos dice del incierto futuro de los editores españoles, enfrentados en un país que no lee, a la inflación de costos y a los efectos de la revaluación de la peseta, que cuestiona seriamente sus mercados exteriores. A este respecto y como dato ilustrativo del «modus operandi» del señor Clavero, sirva el ejemplo que aún no ha recibido a los editores españoles, quienes encuentran más comprensión o diálogo en Comercio que en el Ministerio que les sería más específico. Pero ni siquiera el señor subsecretario se ha dignado admitir en su despacho a la representación colegiada de los editores, alegando que tenía mucho que hacer. Sin duda, olvidando, para no ahondar más en los datos, que si no van los contribuyentes a exigir un día cultura en el ministerio de su nombre, por lo menos podrían solicitar que se les trate con educación.

Estos son simples detalles, pero también síntomas preocupantes. Es difícil, desde luego, hacer cultura desde el poder. Tal vez sea una tarea imposible, pues cada vez que se intentó se ha desembocado en la incoherencia, en el dirigismo o en la simple organización de actos publicitarios de -al menos- cierta envergadura cultural. Lo que el poder debe potenciar es que sea el pueblo y la sociedad quien haga cultura, quien participe en ella. André Ma1raux, ministro de Cultura del general De Gaulle durante diez años, hizo pocas cosas, pero concretas: catalogó la riqueza histórica y artística de Francia y la administró con férreo control. Blanqueó los monumentos de París. Paseó obras excelsas, como la Giocondá, por los museos del mundo. Organizó exposiciones espectaculares, como la dedicada a Picasso. Y creó, en colaboración con las entidades locales que coadyuvaron a ello, una serie de Casas de la Cultura para que las regiones y municipios de Francia pudieran albergar las iniciativas culturales de sus ciudadanos, hacer conciertos, organizar exposiciones, visitar bibliotecas. Por lo demás, también escribió y bien, y dio conversación «de altura» al general De Gaulle, aunque esto no fuera un dato ministerial, sino personal, que no está al alcance de todos los talentos ni es exigible por tanto. Tampoco vamos aquí a cometer la perversidad de comparar a don Clavero con el autor de «La condición humana». Pero Malraux, como administrador, posibilitó que la sociedad francesa hicieracultura, que los pintores pintaran, que los escritores escribieran, los editores editaran, los cineastas hicieran cine, el pueblo participara de todo ello. ¿Es mucho pedir que, al fin, un Ministerio de Cultura español -aunque dedique sus mejores afanes al fútbol y la televisión- al menos deje hacer cultura a los demás, facílite el trabajo de los otros, potencie las iniciativas, brinde su ayuda? ¿Es mucho solicitar que entre las cosas que tienen que hacer los funcionarios no se olviden de atender a los contribuyentes?

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