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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La teología de la liberación

Ex ministro de JusticiaEmbajador de España

La teología de la liberación aparece como una teología liberadora del hombre que, a partir de la reflexión crítica de la praxis histórica, no se limita a pensar el mundo, sino que quiere transformarlo, abriéndolo, a través de la justicia social, al don del reino de Dios. Los «cristianos para el cristianismo», muy ligados a esta tesis, llegan a decir, radicalizándola, que la praxis es el lugar de verificación de toda teoría, y que también tiene que ser la praxis quien juzgue sobre la verdad o el error de una teología.

Para Carlos Marx, hace un siglo largo, el defecto fundamental de todo «materialismo» anterior a Feuerbach, es el que sólo concibe la realidad bajo la forma de objeto de contemplación, pero no como actividad, como política. Según él, Feuerbach mismo no comprende la importancia de la actividad revolucionaria político-crítica. Para Marx, el problema de si puede alcanzar el pensamiento humano una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. La disputa en torno a la realidad o irrealidad del pensamiento aislado de la práctica es para Marx puramente escolástica. A la filosofía y a los filósofos en general les acusa de que se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos, cuando de lo que se trata no es de interpretarlo, sino de transformarlo. Esta es la toma de posición de la que arranca la teología de la liberación, aunque su desarrollo y, sus metas no sean lo mismo que el puro marxismo.

La teología de la liberación y «los cristianos para el socialismo» no hacen más que prolongar, extrapolándola, esta idea central del pensamiento marxista, desde la filosofía a la teología. Aparece así la praxis como único contraste real y fiable de la verdad o del error de toda actividad intelectual, incluida la actividad teológica, es decir, la actividad intelectual que consiste en hablar de Dios.

El que las cosas, entendiendo por cosas todo, incluso el pensamiento, se conocen por sus frutos, no solamente es una sentencia evangélica, sino que es algo que pertenece a la sabudiría más antigua del hombre. Pero la praxis marxista no es el conocimiento por sus frutos, sino a la inversa, la obtención por la praxis revolucionaria -en todo caso política- de unos frutos predeterminados, de unos frutos «ideales»: la justicia, la igualdad, el progreso, etcétera. De la praxis se ha hecho un mito, como también se ha hecho de la «selección natural», el descubrimiento darwiniano, que está en la base del concepto de evolución, concepto que constituye la entraña del pensamiento moderno, y especialmente del marxismo. Pero al hablar de «selección natural» se incurre en una contradicción in terminis. La naturaleza no puede seleccionar, sólo puede eliminar; nada más. Los seres, cualesquiera que sean, que sobrevivan al frío o al calor, o al agua, o al fuego, o a las epidemias, no son los mejores ni los peores, sino sencillamente los supervivientes, sin ningún posible adjetivo. La selección sólo puede ser «intelectual», es decir, de una inteligencia, humana o divina, pero una inteligencia. De la misma manera, el decidir si una praxis es buena o es mala, no resulta de sí misma sino de su análisis, que no es cosa material, sino cosa mental, a través de la interpretación filosófica, política o moral de sus resultados, de sus frutos. Es un «juicio de valor» sobre la verdad o el error, sobre el bien o el mal. El eterno problema del hombre, su drama.

Que los cristianos tienen que buscar el reino de Dios y su justicia es evidente, así también lo es el que esa clase de justicia no se identifica ni se identificará jamás con ningún sistema político, social o económico determinado, es decir, con ningún reino de este mundo, porque está escrito que «Mi reino no es de este mundo». Es cierto que todo «reino de este mundo» tiende a sacralizarse, elevándose de lo secular a lo sacral. Los imperios babilónicos se sacralizaron; Alejandro Magno se decía (y acaso se creía) hijo de un dios y no de Filipo de Macedonia; el poder de César fue carismático; los emperadores romanos, que asentaron sobre instituciones de la vieja República -desvirtuándolas- su poder absoluto, se sacralizaron; y luego vino el llamado Sacro Imperio Romano, basado en la teoría de las dos espadas, y luego lo del origen divino del poder de los monarcas absolutos, y más tarde Napoleón, proclamándose y coronándose emperador, pero ante el Papa, y finalmente -por ahora- las sacralizaciones secularizadas de los grandes líderes políticos, como Hitler, Stalin o Mao. Pero esas sacralizaciones no tienen nada de «sagradas» y sí en muchos casos de diabólicas, porque el diablo no es un mito en el sentido de invención, sino algo que forma parte de la realidad más real.

Y es cierto también que la Iglesia, aunque nunca ha confundido lo sacro con lo profano, se ha prestado o ha tenido un permisivismo excesivo frente a alguna de esas sacralizaciones seculares. Es una ,tentación permanente de los rectores de la Iglesia, de la que sólo íntimamente está preservada, a asociarse por razones pastorales con los poderes del mundo. Es sencillamente una de las tentaciones de Cristo en el desierto. En la teología de la liberación, como en las «socialistas para el cristianismo», hay indudablemente un intento de sacralización de la revolución social, paralelo al de esa extraña simbiosis de dos cosas tan heterogéneas como el trono y el altar. En ese recíproco movimiento convergente, hay indudablemente tentación, porque el hombre es el hombre y sus tentaciones, pero lo que emerge es la evidencia de cómo se necesitan y, en cierto modo, se complementan esos; dos poderes: el espiritual y el temporal.

Teología de la liberación. Liberación ¿de qué? Jesucristo une la liberación con el conocimiento de la verdad: «La verdad os hará libres.» La libertad es un estado de ausencia de coacción interior o exterior en la capacidad de decisión del hombre. Interior en el sentido de que sea una libertad consciente, no tarada por las pasiones y aberraciones de la inteligencia o la voluntad; exterior, en que no haya una coacción social de cualquier naturaleza que restrinja la legítima autonomía de la persona. Pero la libertad profunda, la verdadera liberación, no consiste en estar en posesión de ese poder o facultad de elegir libremente, sino en elegir el bien y la verdad -que son una misma cosa- y permanecer en ello. Lenin llevaba «razón» al dejar estupefacto al gran liberal -más que socialista- que fue don Fernando de los Ríos, con el exabrupto «Libertad, ¿para qué?». Llevaba «su» razón -aunque no la razón-, porque residiendo para susentir y creer el bien y la verdad política, social y económica en el comunismo, una libertad que permitiera al hombre ruso volver a la tiranía del zarismo y al mal de la propiedad privada, no era libertad, sino aberración. Era la libertad del perro para volver al vómito.

Dicho de otra manera, la libertad del excarcelado no consiste en la opción entre permanecer libre o volver a la cárcel, porque en este último caso deja automática y fisicamente de ser libre. En tiempos de la esclavitud había hombres que se autovendían como esclavos. La libertad del hombre es tan radical que le da la capacidad de renegarla y destruirla, es decir, de dejar de ser libre.

El hombre, para ser libre, tiene que ser liberado incluso -y ante todo- de l'embarras du choise, de la turbación de tener que elegir y del riesgo de la elección. La libertad de elección es un tránsito necesario para alcanzar la plenitud de la libertad en el bien y la verdad y, como todo tránsito, es ,transitorio como la vida misma y dramático como ella.

La teología de la liberación no es mala en tanto que liberadora, sino en tanto que teología. No es más que un «periodismo» de la liberación, el cual tampoco es malo siempre que se llame por su nombre. La Declaración de Libertad Religiosa, del Vaticano II, ha sido una gran liberación frente a la coacción de la conciencia religiosa. Ahora se trata de otras coacciones políticas y económicas. Porque está claro que hay que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios; está claro, frente a la trampa saducea. Pero saber en cada momento histórico lo que es del César y lo que es de Dios, hacer esa justicia, aquí y ahora, de dar a cada uno lo suyo, ese es el problema para una verdadera teología de la liberación. El reino de Dios no es de este mundo, pero cada acto de justicia que haga el hombre le acerca a El.

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