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El pasado Día del Libro y algunas melancolías

Irremediablemente el Día del Libro ha tenido que resultar, para quien ama de verdad a los libros, algo muy melancólico. Por lo pronto, evoca todos otros muchos «días» instituidos con fines muy empíricos: desde el famoso «Día del plato único», que era como un día de ayuno y abstinencia civiles tan llevadero en seguida, sin embargo, como los días de ayuno y abstinencia canónicos, porque cabían toda clase de «jesuitismos», hasta los muy comerciales Día de la Madre o Día del Niño, mero pretexto mercantil, como todo el mundo sabe. Pero es que, además, la propaganda y las secciones de promoción y de venta hacen ahora las cosas de manera más industrial, que ese día los simples y tranquilos ciudadanos se han visto rodeados por todas partes de libros, exactamente como se ven rodeados de jabones, que siempre lavan mejor, en otras ocasiones; y, sin duda, libros se venderán más, como se vende todo lo que se saca del arca y se pregona, pero quizá todo esto produce también estrago, hartura, tedio.Por lo pronto, se venden libros-objeto como podrían venderse cacerolas. El libro ha entrado ya de lleno en un circuito mercantil tal y como los circuitos mercantiles son en la sociedad consumista, y ya no es buscado porque se siente necesidad de él, sino que se crea su necesidad y su imagen o se le impone sencillamente con los métodos del marketing o del lavado de cerebros publicitario. Los autores modernos no tienen ya lectores, los lectores se los fabrica la publicidad y, desde luego, esos autores tienen, sin duda., muy buenas razones económicas para consolarse de una cosa así, pero hay que dudar bastante de que puedan escribir sólo aquellos libros que les nacen de una exigencia interior y que, de no escribirlos, morirían; quizá cada vez más se parecen a suministradores de cualquiera otra clase de productos. Y los lectores se han quedado también sin autores: se les dice lo que deben leer, La búsqueda de un libro no es ya una aventura espiritual e incluso algo así como el hallazgo d e un amor o de un amigo y ni siquiera ese proceso fáustico en que antes consistía cualquier pequena acción casera: la de limpiar una mesa, por ejemplo. Las personalísirrias recetas experimentadas con pasión resultaban como la posesión de un saber mágico, pero ahora es suficiente acercarse a la droguería. Y está muy bien, en este caso, aunque la vida haya perdido encanto; pero lo que ocurre es que, seguramente, si un libro es lo mismo que un producto de droguería, a lo mejor no es un libro.

El libro nace en un momento de la cultura en que se siente una gran necesidad crítica y por eso viene a sustituir al «rollo» que no puede con facilidad desenrollarse y no permite volver hacia atrás para contrastar lo que el autor dice ahora con lo que ha dicho unas páginas atrás, por ejemplo. Y todos los que ha odiado el espíritu crítico han odiado, por eso, al libro tanto como han amado, por ejemplo, los periodicuchos y las hojas volanderas de indoctrinación y, desde luego, otros medios de comunicación de masas mucho más seductores y que no permiten que los hombres piensen en medio de un tren mecánico de frases; sólo esperan que se las traguen y queden adoctrinados o seducidos. Y así ocurre, en efecto. Quizá ni siquiera es ya preciso quemar los libros, porque vuelven a construirse como «rollos» de satisfacción del lector. No exigen que éste ponga en marcha lo más mínimo su materia gris, y le ofrecen, por el contrario, un disfrute fácil, y una pequeña ideíta cada tres páginas le da, además, la sensación a ese lector de estar aleteando en las más altas cumbres filosóficas, pongamos por caso.

La propia muerte del humanismo, tan irresponsablemente celebrada incluso por muchos que, sin embargo, siguen hablando de cultura -y apelar a la cultura se ha tornado un puro comodín hasta de los partidos políticos, lo que constituye casi una contradictio in terminis-, hace más que problemática, realmente, la subsistencia del libro como ente orgánico y aventura espiritual. Todo el proceso literario o artístico es, como ha visto muy bien Paul Goodrnan, «una mezcla de tradicción y excitación inmediata, de silogismo y observación, de aprendizaje y metáfora», pero, «cuandcino haysentido de la historia, los matices y complejidades de la literatura parecen carecer de todo contenido; entonces son irrelevantes y aburridos». Y a las generaciones nacidas después de la televisión y educadas en medio de planetariumns, libros didácticos con imágenes, conciertos y discos, pero sin una referencia al valor moral y ninguna transparencia de nuestro presente por la iluminación de la historia del pasado y sin la posesión de los viejos saberes humanísticos, las va a ocurrir esto, fatalmente. Puede suceder incluso que poseer libros, lo que se dice libros -desde la Imitación de Cristo, a Allan Poe- llegue a ser un síntoma de desequilibrio mental en la civilización feliz de mañana, como en un cuento de Ray Bradbury.

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Lo más probable, con todo, es que los libros terminen desapareciendo o pasando inadvertidos bajo estas montañas de papel cosido, cada día más ingentes. Quienes los busquen tendrán que encender un linterna en pleno día, como Diógenes cuando buscaba un hombre entre el gentío de la ciudad. Y estas son las otras razones de una melancolía, este otro nuevo Día del Libro, el mismo día en que murieron el señor Miguel de Cervantes y William Shakespeare. Para más inri y más melancolía.

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