El ocio sobre ruedas
Según dicen, la bicicleta vuelve. La civilización del ocio ha de llenar sus horas con un deporte sano, al ancance de todos; los ecólogos cantan sus excelencias en versos que suelen ser jornadas de protesta; el tráfico la impone; los médicos, a su vez, la recomiendan. Símbolo y manifiesto de la eterna alianza entre lo simple y lo útil, virtudes a las que hay que añadir su discreto silencio, la bicicleta vuelve, no ya como recompensa final de estudios infantiles, sino más bien como juego de adultos, como salud del cuerpo y el espíritu, incluso como punta de lanza al servicio de la Naturaleza.Como todo lo elemental, su perfil, no demasiado armonioso, ha resistido los embates de muy diversas modas; como todo lo primordial, su invención se la atribuyen, siglo tras siglo, diversas culturas, precisamente aquellas que no supieron sacarla del circuito sin fin de sus comienzos.
Hay inventos, como el ferrocarril, el auto, el cine o el teléfono, que, aun antes de nacer, se hallaban en la mente de todos. Una larga paciencia, cuando no un. golpe de suerte, hicieron que su nombre quedara ligado a otro nombre que acertó a darles forma. Así surgió el modo de hacer más cómodos los viajes,, de retratar al hombre más rápido y barato, escuchar sus palabras a lo lejos o verle en pie mucho tiempo después de asistir a su entierro. Pero en el caso del ingenio de dos ruedas no fue así. Nació -hoy día lo sabemos- casi tres siglos antes de que se dieran las condiciones que al cabo de los años acabarían imponiéndolo. No lo inventó la necesidad inmediata, sino el capricho, que en los genios supone a veces anticiparse al curso de su época.
Hoy sabemos que la primera imagen de este mito universal, a la vez instrumento de trabajo y solaz de vacaciones, aparece ante los ojos perplejos de los eruditos, hará unos diez años, escondido en las páginas de un códice de Leonardo da Vinci. Allí, como quien dice en un rincón, alguien había dibujado aquella novedad copiando los proyectos del maestro. Ese alguien era un niño, capaz de adivinar tal vez lo que tantos otros mayores, Leonardo incluido, no supieron leer ni en el precoz boceto ni en dibujos posteriores. Pues es el caso que tras aquel descubrimiento salieron a la luz los no menos famosos códices de la Biblioteca Nacional de Madrid, en los que aparecía una cadena de eslabones capaces de mover Un piñón mecánico con su juego de pedales improvisado. Unos y otros dibujos, complementándose, reconstruían, o por mejor decirlo, anticipaban, nuestra bicicleta actual, tal como la conocemos.
Mala cosa adelantarse a los contemporáneos, mala suerte la de los precursores, que ni siquiera se ven reconocidos, no en sus hallazgos importantes, sino en esos instantes de luz menores. Gran cosa hubiera sido ver cruzar a Leonardo sobre su inverosímil caballo de dos ruedas rumbo a Santa María de Gracia, presto a acabar su magnífico cenáculo; asistir al pedaleo tenaz de Miguel Angel, terrible sobre el manillar, incapaz de mantener el equilibrio (él, tan desmesurado en todo: en pasiones, purgatorios y arcángeles); ver deslizarse al sensible Rafael, tan perfecto y fugaz como los elegidos, bien dispuesto a acudir a la llamada de los dioses, camino de Roma, gran posada y alivio final de humanistas devotos y pintores brillantes. Pero el destino del invento en cuestión quiso que se quedara en lo que tantos otros: en poco menos que unos trozos borrosos, pasto tardío de eruditos ávidos, sacados a la luz ya demasiado tarde.
Todo estaba en Leonardo. Como sabemos, nada en el Universo le era ajeno: ni en la materia, ni en el arte, ni en el cuerpo humano, ni en el mar, ni en el aire, allí donde le buscan hoy aquellos que ahora tratan de emularle. Así pues, el proyecto durmió el sueño de los siglos, ya que no el de los justos, que, como nadie ignora, nunca en la vida llega a realizarse, hasta que un día, a finales del XIX, volvió a ser inventado en un mundo más propicio a tales novedades, empujado por el ciclón de los snobs, los avances de una técnica incipiente y el aliento de unos cuantos sportmans. Más en contra de lo que se esperaba, a medida que su fama crecía, lo que Leonardo y el conde de Sivrac inventaron como recreo de aristócratas se acabó convirtiendo en caballo de pobres. No en balde todavía las ciudades se alzaban a la medida del hombre, unidas entre sí por desiertas carreteras. Desde entonces acá, su historia es la de unos cuantos apellidos contemporáneos y famosos: Dunlop y Michelin, y una serie de competiciones en las que se arañaban unos cuantos minutos a intentos anteriores.
La bicicleta, como medio de locomoción proletario, tuvo su cenit en los finales de la última guerra mundial. No en balde su obra maestra es un drama en el que un hombre se convierte en ladrón por salvar a los suyos de su propia miseria. Muerto De Sica y ganada Europa para el modesto lujo del utilitario, la suerte de las dos ruedas parecía definitivamente sentenciada; pero el auto es un animal que, como todos los de su especie, lleva en su misma entraña el signo de su muerte. Concebidos por el capital para el consumo, cada vez en mayores camadas, más fuertes, más caros y mayores, ya se anuncia su muerte por falta de espacio, cuando no de apropiados pesebres.
En cambio, a su modesto rival, por paradoja, se le augura un porvenir feliz, aunque tal vez en esto, como en tantas cosas, también los entendidos exageren. La verdad es que quienes hoy la disfrutan ya no son los chicos, sino los mayores. Los más jóvenes la rechazan en esta época de viajes espaciales. La bicicleta, hoy, se ha convertido en oficio de la segunda y tercera edades. En tal sentido, hace tiempo que perdió cuanto tenía de espontáneo. Aunque tampoco es cosa de lamentarse. Después de todo, siempre resultará reconfortante, en estos años contraculturales, hallar en el ojo del huracán de ecólogos y ácratas este trasto feliz y universal que, desde China a Holanda, lleva en su anatomía desproporcionada el sello de quien la proyectó posiblemente en un momento de ocio, en un estudio abarrotado de pinceles, de admiradores sabios y discípulos niños, más bien adolescentes.
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