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"Chardin" , en el umbral del modernismo

A menudo la historia, olvidando por un instante su despiadado empeño, condesciende en otorgar beneficios a sus muertos. Vanidades de la posteridad, más habrán de servir estos dones a las generaciones que el afortunado no pudo ya conocer. Así Chardin padecería los rigores de una jerarquía de géneros, por otra parte perfectamente asumida como código de valores por el pintor, que lo condenaba a una baja cotización en dicha escala. No sabría, con todo, resignarse. Pero, ironía del tiempo. Matisse y Cézanne, siguiendo quizá aquel temprano consejo de Diderot, afilaron sus garras en copias de esa Raie, que valiera a Chardin un puesto en la academia, para acabar por hacer, de bodegones y escenas sin historia, los pilares de la pintura moderna.Podremos preguntarnos así si nos es licito hablar de «modernidad precoz» en el caso de Chardin. Por hábilmente que urdiéramos la paradoja, no dejaríamos de caer en despropósito. Chardin es, con todas las excelencias de su cocina pictórica, un artista tipo de la Francia del XVIII, broche final, como apunta Pierre Rosemberg, de un mundo que muere con la revolución. Si muchos de sus intereses habrán, a la postre, de coincidir con los de la modernidad, menos tiene ello que ver con los propósitos del pintor que con las determinantes de su situación dentro del panorama de la pintura del siglo.

Relegado de los grandes géneros religiosos e históricos, Chardin, ambicioso al cabo, optará, no pudiendo «contar», por aprender a «ver» más allá de las convenciones académicas de su tiempo. No en vano habría de ser redescubierto en la segunda mitad del siglo XIX, cuando esa traducción de los mecanismos de la visión a los modos de la pintura acabaría por centrar los intereses de las vanguardias artísticas. Con todo, los triunfos póstumos del pintor juegan siempre en nuestro beneficio. Proust, cuyo amor por Chardin nos resultaría evidente aun cuando no nos hubiese dejado testimonio alguno, apunta cómo el pintor, inconscientemente, puede habernos legado aquello que jamás sospechara. Tal es el privilegio de la reelectura y su mejor ocasión, esa primera exposición exhaustiva que, con motivo del bicentenario de la muerte, se nos ofrece en el «Grand Palais» parisiense.

Así, pues, abandonando sus infructuosos anhelos por la gran pintura de historia, Chardin hizo, a la postre, un cambio venturoso. En la idea de aquello de que «el tiempo es el espacio de la historia», troca el pintor ese tiempo por el espacio. La luz baña en él a objetos y personajes, recreando una atmósfera que semeja como si el tiempo se hallara allí en suspenso. Demoris nos habla de esa constante ausencia de movimiento, de ese tiempo muerto que parece hacerse más concreto en la serie de cuadros dedicados al juego (con la salvedad, quizá, de Les osselets). Ya de por sí, el tiempo del juego sería un tiempo ajeno al de la cotidianidad y su práctica presupone una distracción respecto a las prácticas del mundo. Pero en los lienzos de Chardin la inmovilidad queda acentuada por el personaje absorto ante la danza de una peonza o, lo que resulta más revelador para Demoris, el frágil equilibrio de un castillo de naipes (expresión ésta, de un tiempo detenido que August Leopold Egg retomará en forma más literal para su Past and present nº 1). El tema de los niños jugando es, por supuesto, anterior a Chardin, y constituye generalmente un ciclo de alegorías morales sobre aquello de la vanidad humana y la fragilidad de sus construcciones. Pero pienso que en el caso de Chardin y, aunque sólo sea en la esfera de las intenciones inconscientes aludida por Proust, cabe una interpretación más arriesgada que iluminaría el conjunto de la obra del pintor. El juego sería allí un sistema de convenciones semejantes al artificio mismo de la pintura, y el jugador absorto, una invitación a esa mirada, a esa contemplación que centraba los intereses pictóricos de Chardin. Más allá, esa mirada quedaba referida a los objetos reales, pero sabemos que el pintor invertía largo tiempo en la composición de sus modelos para «naturalezas muertas». Así, ese modelo natural resulta siempre de una construcción mental previa y, en definitiva, artificio que Chardin propone, también, a la contemplación.

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