No hay novedad, señora baronesa
EN LOS años cincuenta alcanzó en España gran popularidad una canción ramplona pero cuya clara intención satírica fue advertida por la miríada de censores que protegían a la sociedad. Se titulaba «No hay novedad, señora baronesa», y en su letrilla un supuesto mayordomo repetía como estribillo el título de la canción tras cada relación de desastres domésticos acaecidos en la mansión de la señora baronesa. La cancioncilla en cuestión, a más de su posible encanto «camp», bien pudiera tener ahora cierta virtualidad.Nuestros políticos han disfrutado de unas vacaciones de Semana Santa con la tranquilidad -cuando menos aparente- con que deben haber asumido su asueto los dirigentes de Liechtenstein, por citar un país sin una excesiva gama de problemas en cartera, que sepamos. Políticos con cargo de segunda fila pero pertenecientes al «entourage» presidencial han sido vistos bronceándose en las playas, mexicanas o con sus niños en «Disneylandia», cosa por lo demás que no es en sí misma nada censurable. El señor presidente y. su vicepresidente segundo han regresado a Madrid desde «el lugar nuevo», en sierra Morena, y el señor presidente del Congreso vuelve desde «la torre del vinagre», en la sierra de Cazorla. Poco más podemos ofrecer al lector sobre el inmediato porvenir político fuera de descontar nuestra esperanza de que nuestros gobernantes hayan encontrado en las crestas de las serranías algo concreto que ofrecer, que hacer, que prometer...; al menos, que decir.
Este país no está siendo gobernado (si se quiere, en el más literal sentido de la palabra) desde que el 29 de diciembre pasado Suárez anunció la convocatoria de elecciones generales y municipales. Hasta que pasado mañana se elijan los alcaldes y se cierre con ello el auténtico paréntesis electoral, todo habrá sido aquí en los últimos tres meses campañas, negociaciones preelectorales, elecciones, pactos poselectorales y una desbandada general en subsecretarías, direcciones generales y otros altos cargos. En los últimos tres meses este país, antaño reputado de ingobernable, parece haber demostrado que es capaz de gobernarse solo y hasta -casi- sin Administración.
Es un uso respetado en las democracias otorgar un plazo de cien días a un nuevo Gobierno antes de hacerle su primer balance y destapar por completo la caja de las críticas. Por supuesto que previamente esos Gobiernos democráticos han explicitado y debatido parlamentariamente qué pretenden hacer (hasta con algún detalle) durante su mandato. Sin embargo, ahora mismo en España, con un primer Gobierno constitucional ya investido, no sabemos ni de quién dependen los gobernadores civiles, a falta de que el Gobierno desarrolle la última reforma administrativa instrumentada con urgencias en la madrugada del viernes 6 de abril.
Por lo demás, parece que seguimos con problemas y tensiones monetarias; se ignora de todo punto en cuál de sus fichas tiene el señor Abril la solución a la antinomia 10% de inflación máxima-reivindicacíón salarial de las grandes centrales sindicales, sin pactos políticos de por medio; del País Vasco, aparte del asesinato de cada día, sí se sabe que ETA-militar va a elaborar en una asamblea de Euskadi su particular estatuto para las Vascongadas; se desconoce, en cambio, el criterio del Poder con que se va a desarrollar y ordenar el rompecabezas de las autonomías; se teme por retrocesos solapados en la reforma fiscal; rumores corren de que el señor Pérez Llorca entiende la Constitución como una ley de Bases y va a encargarse de desarrollar todo el paquete de leyes constitucionales que condicionarán la vida futura de los españoles a golpe de mayoría parlamentaría simple; nuestra política exterior sigue siendo un arcano en el que se visitan países ignotos de difícil localización geográfica para culturas medias; la corrupción (que subsiste), la inseguridad ciudadana (que aumenta), la reforma de la Justicia (que espera), el tratamiento hacendístico a dar por el Gobierno a los ayuntamientos de izquierda (de «castigo» o de colaboración); las grandes opciones energéticas... Cientos de problemas, que arrancan muchos de ellos de los años esplendorosos del franquismo y otros de los costes de la transición política, esperan no ya una solución taumatúrgica, por parte de nuestros gobemantes, pero sí una amplia explicación de qué se pretende hacer con este país en los cuatro próximos años. Una opinión al menos, un riesgo asumido por los políticos. A no ser que ese plan sea como el secreto de la Esfinge (cuyo secreto, como es bien sabido, reside en que carece de tal).
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