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Carabanchel y La Concepción

No sospecho de los autores sanos, pero confieso que escasas veces me decepcionaron los poetas seriamente enfermos. Admito que un historial clínico mórbido me inspira más confianza lírica que una biografía atlética, de salubridad insultante. Los prejuicios extratextuales se convierten en norma de obligada lectura cuando descubro en la adolescencia del creador ruinas pulmonares, vacaciones hepáticas, achaques de avitaminosis, espléndidas anemias contumaces o malignas fiebres de Malta.Descreo de los estilos, de las retóricas, de las escuelas, de las generaciones y de los géneros literarios, seguramente porque privilegio como sistema de conocimiento infalible las dolencias del artista. Ignoro si aún existen las poéticas. Estoy convencido de que no es posible prescindir de la semiótica del poeta. Quiero decir: de esa parte de la medicina que trata de los signos de las enfermedades y cuyo vocablo está siendo maltratado por los enfermizos del signo.

Tengo a mis autores preferidos clasificados por dolorosas afecciones: versos procedentes de interminables convalecencias respiratorias, prosas derivadas de holocaustos estomacales, ensayos arrancados de poliomielitis mal curadas, ideologías oriundas de reconocibles neurastenias e insufribles raquitismos. Reconozco que por flojera mental tiendo hacia las dualidades y por eso escindo mi biblioteca en dos grandes áreas patológicas: a un lado, los textos que se lo deben todo al bacilo de Kock; al otro, los raros poetas libres de la odisea tuberculosa.

Alberti, Cela, Bécquer, Gil de Biedma, Hernández y Alexaindre es serie lírica mucho más sólida para mí que cualquiera de las procedentes de las polvorientas taxonomías universitarias. No sé si primero fue la dolencia que el poema, la lectura de los clásicos Rivadeneira que La colmena, la metáfora aleixandrina que la desgracia renal, el gráfico de temperatura de Gil de Biedma que su poemario moral, el pabellón de reposo que la arboleda perdida. Sólo sé que a la tuberculosis le debemos las mejores páginas de la literatura castellana: enfermedad indolora, inolora, interminable, inconsistente, socializante, falansteriana y conventual, que le dijo Barthes, otro de los grandes beneficiarios del bacilo famoso.

Don Joaquín Garrigues Walker, desde la planta seis de su reclusión clínica en La Concepción, nos ha ofrecido el domingo, en este periódico y en Abc, una nada desdeñable muestra narrativa, que obliga a plantear seriamente las tradicionales relaciones entre la enfermedad y la ficción. No solamente porque desconocíamos los tratos posibles del bazo con la literatura, asunto que hace concebir fundadas esperanzas en el futuro de nuestras letras, habida cuenta estadística de los estragos que está causando esa rebelde glándula vascular en la sociedad española, sino por el añadido de la condición de político del escritor-doliente, variable hasta ahora inédita en el género.

Cierto que el señor Tamames también había aprovechado su período forzoso de inactividad política para sorprendernos desde Carabanchel con una patética novelería. No soy partidario de la literatura comparada, y que mi amigo Ramón me perdone; mas el texto del ucedista es estilística y narrativamente muy superior al del comunista. Opinión que no pone en tela de juicio la posible capacidad fabuladora del diputado-concejal ni tampoco ensalza la hipotética predisposición diccionera del diputado-ministro: sólo denuncia las irritantes desemejanzas que en este país todavía existen entre la clínica y la cárcel.

No le deseo a Tamames problemas hematológicos ni a Garrigues quebraderos penitenciarios, pero estoy convencido que desde Carabanchel la historia del bazo hubiese resultado notoriamente inferior a una historia de Elio redactada en una confortable clínica. Es posible que el día en que nuestros establecimientos penitenciarios se equiparen a La Concepción, acontezca el renacimiento de las letras vascas.

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