Un momento político crispado
LA CAUSA última de la visible crispación que comienza a apoderarse de la vida política española y que se hace manifiesta tanto en las declaraciones de los partidos como en las tomas de posición de los medios de opinión, es la insensata interpretación que de los comicios parecen realizar algunos dirigentes de Unión de Centro Democrático. A partir de que las urnas dieran la victoria al partido del Gobierno, sin mayoría en el Congreso, ese éxito, indiscutible dentro de los parámetros de una auténtica democracia representativa, ha intentado absurdamente convertirse en algo parecido a un refrendo plebiscitario, al antiguo estilo, de la figura del presidente de UCD. Pero lo que define al régimen constitucional es asegurar un sistema de garantías, de frenos y contrapesos, de imperio de la ley y de respeto de las minorías, y no lograr en las urnas un número mayor de votos que la competencia para ejercer, con esa legitimación, cualquier tipo de gobierno. Gobernar democráticamente tiene sus limitaciones.La bochornosa sesión de la investidura y la forma con que se ha gestado y ha sido alumbrada la crisis de Gobierno han puesto de relieve lo que señalamos, han crispado la actividad política y han radicalizado los comentarios. A nadie debe extrañar, por eso, que sean muchas las voces que, de forma a veces estentórea -y EL PAIS no está exento de las humanas tentaciones-, hablen o griten de los peligros de esta nueva forma de presidencialismo para el futuro político más inmediato. Si el porvenir espafíol y los destinos del partido del Gobierno pendieran exclusivamente del hilo de la voluntad del presidente, no son avales suficientes los indudables méritos de su gestión durante la transición política para sentirse confiados. En este sentido, y aunque la intervención de Felipe González en el Congreso con ocasión de la investidura haya sido considerada por algunos de mal estilo, parece necesario recordar que el agradecimiento de los demócratas a Adolfo Suárez proviene, paradójicamente, de que ha destruido el sistema que durante más de veinte años ayudó a construir y a amurallar. Sin poner en entredicho ninguna de las honestidades de nadie, por lo menos hay que reconocer que su biografía no autoriza el cheque en blanco que el presidente exige y que sus colegas de partido parecen dispuestos o resignados a entregar. Y aunque los avales de personas como José Luis Leal, Joaquín Garrigues, Carlos Bustelo o Jaime García Añoveros merecen atención y reflexión respecto al significado último del Gobiemo, también parece excesivo que el juicio favorable de un puñado de demócratas que han aceptado entrar en el poder obligue al resto de los ciudadanos a un ejercicio de ciega confianza en «el mando».
El análisis del Gobierno, désele las vueltas que se quieran, sólo lleva a una conclusión: es un grupo de ejecutores de la voluntad del presidente y del vicepresidente de Asuntos Económicos, no un equipo destinado a ejecutar un programa en cuya elaboración y discusión hayan participado. El hecho es, además de preocupante, revelador, y supone un mal comienzo en la andadura,del primer Gobierno constitucional de la Monarquía parlamentaria.
En esa perspectiva, las declaraciones del señor Abril Martorell contra los acuerdos entre socialistas, comunistas, nacionalistas e independientes de diverso signo para acupar los ayuntamientos, si bien son lógicas desde el punto de vista de quien ocupa el poder, ponen de manifiesto cómo los niayores radicalismos verbales que se están oyendo no proceden, paradójicamente, de la oposición, sino del Gobierno. Desenterrar a estas alturas el fantasma del Frente Popular para tratar de frenar la pérdida de poder del Gobierno en la Administración local es una actitud poco respetuosa con la historia, nada constructiva para el presente y absolutamente enmarcable en la demagogia tridentina de don Blas Piñar. Sobre todo si se tiene en cuenta la facilidad de pacto, por encima de toda ideología, que UCD ha puesto de manifiesto en sus dos años escasos de vida. Antes con el PCE, ahora con CD y con el PSA. Así, mientras el partido del Gobierno se apresta a maniobrar con el PSA, en una obvia manipulación del sentido del voto popular, el control de buen número de ayuntamientos andaluces, el señor Abril Martorell sienta la peregrina doctrina que el acuerdo entre el PSOE y el PCE significaría una traición a los votantes, a quienes no se advirtió de ese posible pacto. Con lo cual, el vicepresidente del Gobierno no sólo queda en evidencia como mal propagandista de sus tesis, sino que también demuestra desconocer que las bases de esos partidos son bastante más unitarias que sus direcciones. Lo paradójico es que los acuerdos entre las fuerzas de la oposición para constituir mayorías en la Administración local no son tanto el resultado de una estrategia de la propia izquierda como la consecuencia casi inevitable de la política de UCD después del 1 de marzo. No negamos los peligros de polarización de la vida política que la unidad de la izquierda supone. Pero es preciso añadir que esta unidad es sin duda un deseo de todo izquierdista, que tiene derecho a realizarse en un sistema democrático. La polarización comenzó, sea como fuere, con la intervención televisiva el último día de campaña del presidente Suárez, apelando al voto del miedo.
La confusión puede venir de la insistencia de UCD en plantearse como un partido de centro clásico, cuando cada vez se parece más a una confederación de las dere chas. Pero no debe olvidarse que el voto popular ha recaído mayoritariamente en dos formaciones que se presentaban con signo moderado a ambos lados del espectro político (UCD y PSOE). La oportunidad de tener un poder municipal ampliamente ejercido por la oposición puede y debe servir de freno a los excesos del triunfalismo ucedista. No supone además un peligro, sino un refuerzo para la estabilidad democrática, pues no arroja a los socialistas a la desesperación del pataleo, sino que les exige responsabilidades de poder, aunque en las limitaciones de lo municipal. Rememorar entonces el frentepopulismo a estas alturas, además de ser la prueba de un absoluto desconocimiento histórico sobre lo que eso significó en este país, es ponernos insensata y culpablemente al borde de un ambiente que llevó a España a la guerra civil. Si esos son la moderación y el sentido de responsabilidad del señor vicepresidente del Gobierno, ¿qué se ha de esperar de quienes, por obligación, tienen el inestimable deber de contestar al poder?
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