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Tribuna:
Tribuna
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En el centro de tu vida

Llegaba aquella Semana Santa de años atrás, encrespada de lutos y uniformes. Tiempo de recogimiento y oración, se nos decía; días de penitencia. En el centro de tu vida, clamaba la radio, ha de hallarse la idea de olvidar los asuntos terrenales. Así los cines se cerraban, las iglesias se abrían y su interior mostraba las entrañas repletas de luminarias sobre montañas de brocado, rematadas siempre por una joya cristalina dorada, misteriosa y sacramental, trabajada por algún discípulo de Arfe. La calle principal era ese ir y venir tantas veces cantado y repetido, vaivén de mujeres a las que el luto, como a Electra, les sentaba bien y caballeros aún en edad de merecer no se sabe si una oportunidad disfrazada de amable apariencia o los postreros envites de la carne. En torno a aquel trasiego o circuito piadoso de capilla en capilla, de monumento en monumento, un huracán de niños, criadas y tropa de a pie animaba el silencio de las altivas voces, su tono mesurado entre el respeto y el desdén, roto tan sólo por el pregón de estampas, el latir vago y lejano de los bronces o el crepitar de sonoras carracas agitadas en el aire.Todo el país se echaba a la calle, se visitaba, tomaba dulces, oraba entre robustos cirios y sobre todo paseaba. Caminatas sin principio ni fin, en torno al centro de su vida, preludio de interminables procesiones. Con los cines y teatros cerrados, la radio abierta por una vez al año a la música clásica y los prostíbulos vacíos, a la espera del final de la veda, el país se endomingaba, se vestía de fiesta conyugal y, abandonando hogar y prevenciones, se lanzaba a la vida en tono menor, buscando aquella penitencia que la radio exigía, o un alivio a su tedio cotidiano.

En los pueblos, los bares se cerraban y si algún residuo de la pasada oposición se resistía a abandonar su rincón o su vaso se le expulsaba sin atender razones. Como en el caso del voto, entonces era preciso participar, salir, mirar, ver danzar a unos santos frente a otros en ese juego ritual y desmitificador llevado a cabo por costaleros bien colocados ya a media tarde, a fuerza de continuas libaciones. Había, y hay, procesiones para todos los gustos; austeras en Castilla, con lujo de sudarios y anocheceres cárdenos, a lo largo de barbechos y besanas, de macilentos muros, hondos suspiros y pardas estameñas. Había cruces de todos los tamaños, según el peso de la culpa, cadenas, pies desnudos, ojos apenas entrevistos más allá del hábito, escudos, alegorías, capirotes y un extremo temor a los cambios del tiempo, a esa lluvia tanto tiempo deseada a lo largo del año.

Había, y hay también, aquellas otras procesiones del Sur, ante tribunas solemnes, bajo balcones repletos de piedad y macetas, a través de callejones increíbles, por los que era preciso enebrar esa misma piedad hecha escenografia, los brazos de las vírgenes, la angustia de los crucíficados, el sadismo precoz de los sayones. Había, y hay, aquella apoteosis de mantos, joyas, lágrimas y quebradas saetas, el trasegar de mozos de los restaurantes con sus bandejas de pollos aprovechando un alto entre paso y paso, aquel ambiente como de Nochevieja, sin uvas ni reloj, a base solamente de buen vino y pescado. Y poco a poco, todo aquello cambió. No del todo, pero mudó en su gente, en el centro de su vida ceñida hasta entonces de lutos y crespones. No llevó a cabo la reforma ningún predicador piadoso. Aquel público fiel cambió cuando fue capaz de moverse. Primero vino un intento tímido de salir más allá de los cines Cerrados, de los bares desiertos. La gente comenzó a preferir antes que aquella semana de pasión, el más acá de un hedonismo nuevo, que incluía el encuentro con la naturaleza. Los nuevos españoles, como aquellos otros de los tiempos de Larra que oían misa cada día, trabajaban los de labor, paseaban la tarde de los de guardar, velaban hasta las diez y estrenaban traje el Domingo de Ramos, se preguntaron: «¿Qué motivo habrá que nos persuada de que debemos pasarlo mal en esta vida pudiéndolo pasar mejor?» Y como tampoco su buena o mala educación, sus hábitos y costumbres, estribaban en principios ciertos, sino en el propio interés y en la opresión tradicional más o menos impuesta, una vez en posesión de sus medios de goce terrenales, olvidaron el más allá, su propio miedo y prevenciones, acabando por convertir aquella Semana Santa tradicional en un fin de semana prolongado.

Algo parecido vino a suceder con las Navidades, aunque todavía se conserve la cena familiar y el árbol como preludio a la escapada de los hijos rumbo a sus pagos habituales. Los padres quedan en torno a la televisión escuchando lejanos villancicos, y los hijos parten a celebrar el viejo rito que separa el año que muere del año que comienza.

Sólo ha aliviado la muerte prematura de esta semana en puertas la visita puntual de los turistas. Recibidos con recelo en un principio, pronto vieron abiertas las puertas de un nuevo paraíso alzado a la medida de su gusto y moneda. En el centro de su vida debió latir entonces un corazón agradecido, un paréntesis pleno de sol, color, hamacas, precios bajos y modestas propinas. Ya se sabe que esta nueva especie de fieles extranjeros suele por lo común apuntalar economías en quiebra. Pero no es cosa de fiarse. Aparte de que los malos hábitos, como en tiempos de Larra, suelen venir de fuera, la suya es una industria poco estable, a merced de diversas circunstancias, de los días de sol, del capricho o la moda, de los precios y conflictos laborales. Puede que un día, en una especie de cuenta atrás sin retorno ni estampido final, suave, civilizadamente, volvamos a ese centro de nuestra vida ya pasada, a los buenos tiempos del luto y los crespones, esta vez atemperados por un nuevo hedonismo al uso de los tiempos, por rostros más amables, por una radio menos altiva pero más convincente. En torno a nuestra vida futura, esa vida que en la historia de España suele volver a rodar de cuando en cuando en el mismo sentido de siempre, girará un nuevo carrusel de paseantes en corte que quizá nos convierta de nuevo en un país itinerante, grave, mudo, sosegado y solemne. Es decir, todo aquello que se desea de mayor cuando de niño se encuentra uno triste, incapaz, pequeño y marginado.

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