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Los tanques del despecho

Rosa Montero

El Ayuntamiento de Madrid brilla en mármoles y se acolcha con alfombras rojo sangre. Hay muchos crucifijos, y una custodia gigante de 1573 hiende la pared desde el encierro de su urna, mientras Felipe II, trepado a un cuadro sombrío, vigila el devenir de la historia con barba belfuda y ojos de desaprobación y estricta furia. Los ujieres y encorbatados munícipes de antes y de siempre observan despreciativos a la manada de periodistas y políticos de izquierdas, es el mismo desdén con el que el marqués contemplaría a la plebe irrumpiendo en su palacio, al populacho invitado en magnánimo gesto para el bautizo del primogénito de estirpe. Pero esta vez no hay invitaciones, sino votos, y el ordenador va escupiendo poco a poco la victoria. El rojerío se pasea por salas decadentes henchido de cándida euforia y de una buena voluntad desaforada: «No hay que mostrar una alegría insultante», dicen muchos con prudencia gestada por años de supervivencia subterránea. Y así, reprimen incluso las sonrisas, pobre rojerío mío, aplastado por una costumbre clandestina que controla su entusiasmo. La izquierda entera está al fin unida en esta fiesta, socialistas con comunistas, comunistas con prochinos, Madrid se pinta con emociones ingenuas y la noche se llena de banderas y de una alegría húmeda mucho tiempo contenida, que es la primera vez que la izquierda puede festejar algo, porque hasta la desaparición de Franco fue ahogada entre susurros. En la plaza Mayor se han juntado unos centenares de personas -«Suárez, capullo, el alcalde no es tuyo»-, ríen y bailan al coro; algunos militantes han traído a sus hijos para que crezcan con el sabor de la ilusión que ellos no tuvieron. Los centristas están nerviosos y disfrazan mal la irritación de su orgullo herido. Carrillo y Tamames muestran una serena felicidad entre los crucifijos y los copones de la Villa. Al filo de las cuatro llega Tierno. Pilar Trenas y tres compañeras más de Abc salen del Ayuntamiento, acabado su trabajo, caminan por la calle vacía y solitaria: un frenazo, dos autobuses de policías se vacían, los ocupantes caen sobre ellas, las arrinconan. «Somos periodistas», dicen ellas, mostrando la tarjeta. Las abofetean y golpean: «Putas, golfas, a la cama», son insultadas en el silencio de la noche. Más allá empiezan los palos en la plaza Mayor. Javier Solana viene de hablar con Rosón, que ha dicho que no habría carga. «Deténganse», pide al socialista al ver los golpes, «soy diputado». Enseña: su credencial y le apalean. La rueda de prensa de Tierno se rompe con el griterío que viene de la calle, la alegría se diluye en rabias y dolor, la policía está avanzando a palo limpio hasta el mismo portalón del Ayuntamiento; es un momento de locura, de estupor y miedo, tal parecería que van a desalojar el edificio, y hay en todos un irracional viejo sentimiento como de ilegalidad, «No es posible. Pero si Tierno es el alcalde. ¿Cómo puede pasar esto?».El ministro del Interior anuncia el asesinato de un policía en esa madrugada que debió ser de fiesta: tristeza y espanto general ante esa muerte injusta. El ministro del Interior contrapone la carga nocturna con el asesinato, como si tuvieran que ver una cosa con la otra, como si los aporreados fueron los asesinos: sus palabras están llenas de rencor. El país entero parece suspender su ritmo un par de días, la izquierda calla su euforia, los apaleados lamen los moretones con ancestral disciplina, Suárez anuncia al fin nuevo Gobierno, un Gobierno consecuente con sus actos, es decir, aún más derechista. La izquierda ha triunfado en las municipales, pero TVE lo ignora y el poder no lo admite. Y en la cauta alegría de los vencedores escuece una sospecha: si alguna vez ganamos las legislativas, son capaces de sacar los tanques a la calle. Los tanques del despecho.

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